CASAS DE ANTAÑO

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CASAS DE ANTAÑO.

No se crean Uds. que no contemplo, en unos años, el mudarme a vivir al centro histórico de Málaga. Ahora no, porque aún sigo disfrutando de esa tranquilidad que me procura el vivir en la falda de una montaña; y el despertarse uno con los trinos de los pájaros es una gozada muy de agradecer aunque eso te obligue a estar viviendo en las alturas.

También considero volver, una vez que entre en esa edad provecta de la jubilación (ya no me queda tanto; algo más de un lustro)  a ese centro histórico donde me crié para disfrutar de una apacibilidad bien merecida. A esas alturas, supongo, tratarán de obligarme a abandonar los vicios que afortunadamente aún mantengo y que me proporcionan esta vida de diversión los fines de semanas y fiestas de guardar.

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Cuando ya maneje achaques, supongo otra vez, seré conminado por esos déspotas autócratas de bata blanca, que en aras de tu salud, intentarán quitarte la alegría. Y de fumar. Y de beber. Y de comer. Y de que te coman… de todo. Seré obligado –continúo- a llevar una vida plana (no he dicho plena) de frugalidad, moderación y templanza. Tal si fuese un anacoreta, o un puto fraile solitario.

Aún así y todo. Aún con esa perspectiva de restricciones hedonistas, aún así, tengo ánimos y ganas para querer mudarme al centro y vivir una ciudad (que cada día está más bonita) paseando y tratando por todos los medios –escondido en sus rincones- de engañar a los absolutistas batiblancos que tanto se preocuparán por mi salud de hierro mohoso.

Pero no deberá de ser, si me voy, una casa cualquiera. No. Deberá de ser antigua, con un punto decadente. Una casa cómo las de antes. Con balcones a la calle. Y si desde ellos, puedo ver las procesiones, ya sería el súmmum de los «súmmumes».

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Echo de menos aquellas casas de antaño. Casas, aquellas de las de antes; parcelas íntimas de convivencia. Territorios unifamiliares gobernados siempre por una madre directora general.

Añoro las casas de mi niñez. Y las echo de menos físicamente, porque ya hoy no veo por ningún lado (sólo en Casa Cumpián) aquellas enormes puertas proporcionales a los altísimos techos. Evoco suelos geométricos multicolores que ya no están -porque el mercado no lo permite- y las distribuciones lógicas de los espacios. Ya no hay salones «para las visitas» ni habitaciones enormes donde fácilmente dormíamos varios hermanos. Ni despensas llenas de baldas, ni altillos fascinantes donde las mantas y cobertores ocultaban tesoros imposibles. Ni cuartos trasteros para jugar a las tinieblas de la noche. Tampoco hay ya «ojopatios» llenos de aspidistras y de helechos. Frescores de botijo y moho en los tiestos. Ya no se llaman a los niños desde los cierros porque vivimos encapsulados en un ilusorio mundo de comodidades donde la electrónica, es muy culpable de esta circunstancia.

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Mundo moderno lleno de materiales fríos y transparentes. De remedos de materiales naturales. El metacrilato fue el principio del fin de la calidez y de lo acogedor de los hogares. La máquinas de frío han sustituido a las corrientes de aire proporcionadas por las ventanas abiertas, también han acabado con el baile monótono y aburrido de los ventiladores de mesa. El olor a alhucema de los braseros y el calor blanco de las catalíticas Buta Therm’x han perecido por el sofoco sin alma de las bombas de calor.

Casas y hogares; ambiente familiares aquellos que perduran en nuestra memoria, de una manera afectuosa y añorada, y que hoy solemos bastardear con el mecanismo de la «fusión» poniendo algún mueble heredado que nos exculpa de los remordimientos.

No se crean Uds. que no contemplo en unos años el mudarme a vivir al centro histórico de Málaga. Ahora no, pero cuando llegue el momento… Ya lo verán Uds. Ya lo verán Uds. cómo sí!

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