EL SEÑOR EUTANASIO Y DOÑA MENCHU.

El señor Eutanasio Pérez del Meñique y Ruiz Fernández era un hombre bastante alto y muy estilizado. Portaba éste además, de esa buena facha y elegancia que se les suponían a los hombres de bien por aquella segunda mitad del pasado siglo XX que Dios guarde en su gloria, y que no la suelte.
Tenía Eutanasio Pérez del Meñique y Ruiz Fernández aspecto de ser hombre de derechas de toda la vida. Esto es: vestía siempre impecablemente con traje de chaqueta gris marengo; pantalón de raya inmutable que cortaba como filo de navaja, y chaleco de la misma tela con bolsillito relojero y cadena. Siempre el mismo atuendo. Siempre. A modo de uniforme distintivo.
En el pantalón, debiera de cargar el paquete –como era aconsejable por la ley de la gravedad– hacia la izquierda; pues todo el mundo sabe que el cojón izquierdo se desmaya un poco más que el derecho y provoca –con ese desplome– la dirección única y obligatoria al que cuelga en medio; no obstante –y debido a los tiempos infaustos que le tocó vivir a nuestro amigo– cargaba hacia la derecha por prudencia y cautela política; aunque también, todo hay que reconocerlo, porque era zocato.

Calzaba el amigo Eutanasio, finos zapatos italianos de imitación, de un brillo refulgente y coscurante. Y peinaba sus teñidas canas laterales –su testa estaba ya tapizada de desnudo cuero cabelludo– con una plasta abundantísima de pedazos de plásticos copolímerizados, hojas de aluminio y dióxido de titanio, que era lo que comúnmente se conocía como «Brillantina». Palmolive (si se me permite la matización pedante) que era marca muy apreciada por los señores de elegancia avalada y demostrable.

Para completar el equipamiento, portaba larguísima y cuidada uña en el dedo chico de la mano –a modo de blasón de su propio apellido– que le daba un cierto deje ordinario y chocarrero. Por donde quiera que pasase, desprendía Eutanasio Pérez del Meñique y Ruiz Fernández –como no podía ser de otra manera– un suave olor a colonia «Maja de Myrurgia» que provocaba el vahído en las señoras y la desconfianza en los señores, por su exagerado acicalamiento, que le adjudicaban una injusta fama de barbilindo y maricón. Nada más lejos de la realidad; a Eutanasio, les gustaba más un chocho que una Súper Whopper Doble Cheeseburguer Bacon BBQ (con aros de cebolla y su patata frita) a Francisco Rivera Pantoja vulgo «Paquirrín».

Llevaba casado durante más de cincuenta años con la adorable Menchu –ésta, mucho más rechoncha y ancha de caderas (tirando irremediablemente para pícnica) que su Eutanasio– y ambos disfrutaban de un bien merecido retiro que les procuraba la paga de jubilación de él como cobrador de autobús, que fue en tiempos, de la línea Conde Ureña–Estación.
A pesar de los años cumplidos, conservaba el macho alfa –todo hay que decirlo– el magnífico porte que dispuso toda su vida; pues era, como decía Menchu, «guarro de mala casta» y nunca engordó un gramo más de lo apropiado por su fina estampa y gentil figura. Todo lo contrario que la nefanda esposa que cuando tenía que pesarse – siempre por prescripción médica– debía de hacerlo en las básculas dispuestas en el Mercado de Abastos de su barrio de nacimiento en Carranque.
Podemos entonces colegir –debido a esa flacura y a esa moderación en el comer de Eutanasio– que su salud era por lo general, buena y conveniente; tan sólo y por ponerle algún «pero» empañada ésta por una cierta disfunción eréctil debida a su provecta edad y por un lacerante dolor en las nucas (sic) producido por tantos años de levantarse en el autobús para gritar «Amoavé! una mihilla palante que hay sitio de zobra, Señores!!!»
Nada graves estas dolencias, por otro lado, si tenemos en cuenta que Eutanasio tenía prescrita por su médica de familia –con receta sin fecha– una caja «ad aeternum» de Viagra® y también –y gracias a la iguala sanitaria que mantenía con la Aseguradora MariAdeslas– tres días a la semana de masajes rehabilitadores (y sus pertinentes sesiones de calor) en un muy conocido Centro de Fisioterapia de la ciudad de Málaga que es donde residian.
EL CASO
Aconteció que un día entre semana, y bien de mañana, se le puso en el mondoño a la inefable Menchu el que su hombre le diese vidilla a salva sea la parte pues esta le picaba cosa mala. Empezó la Menchu a insinuarse con los arrumacos acostumbrados; es decir, a gruñir como una lechoncita; a acariciar con sus pies las escuchimizadas y peludas pantorrillas de Eutanasio y a emitir quedos gemiditos para provocar la llamada de la selva en su escuálido galán.

Éste, sin pensárselo dos veces, abrió raudo el cajón de la mesita de noche –el que daba a la pared– y sacando de debajo de los pañuelos y corbandas la poción mágica azul, se tragó una pastilla sin agua trincando al poco rato, un pétreo empalme de cuarta y media que ya para sí lo quisiera el electricista jefe de la Ciudad del Vaticano. Se me perdone el «mísil».

Cuando el matrimonio quedó ahíto (García Reneses) –Eutanasio, hay que reconocerlo, se portó como un verdadero toro– se quedaron apaciblemente dormidos al menos durante treinta y cinco minutos. Treinta y cinco minutos plácidos (y flácidos) que fueron exactamente los que Eutanasio tardó en recordar que esa mañana tenía ineludible cita de control médico en el centro de rehabilitación y su posterior masaje, ya se sabe, en las nucas (sic).
Se vistieron rápido; él cogió el sombrero de estilo «Tirulé» tan en boga este verano y, para allá que se fueron ambos deprisa y corriendo pues la cita, yo lo he dicho, era forzosa e inapelable.

Inusualmente, ese día, había poca gente en la Clínica. Llegaron y los recibió el médico de inmediato. Éste, lo reconoció «Hola Eutanasio!» y a renglón seguido, lo sentaron con las lámparas de calor en el cuello para pasar –también inusualmente rápido– a la sesión de masaje rehabilitador.
DOÑATELA
Doñatela era una muy bien dotada jovencita fisioterapeuta becaria que, llegada desde Italia, hacía prácticas en el Centro debido a un concierto entre clínicas de ambos países. Era morena. Una preciosa morena mezcla de esas mozas pintadas por el insigne pintor malagueño Félix Revello de Toro y del inmortal cordobés Julio Romero de Torres– primo hermano, que era, de un afamado dentista malagueño– y del que se decía (del cordobés, no del dentista) que pintó a la mujer morena con los ojos de misterio. Precisamente, como la preciosa Doñatela.

Doñatela, era guapísima. Tez suave y de piel tersa. Voz melodiosa y unos labios gruesos y carnosos. Pelo moreno y rizado, una sonrisa blanca y comedida; con una mirada inocente y franca que escondía –precisamente por su falta de maldad– algunos atisbos de lujuria y lascivia que aún estaban por aflorar. Podría salir perfectamente desfilando y acompañando, a alguna Virgen, vestida de mantilla si ella así lo desease.
Pues bien… Entre Toriles y Mantilla, la erección es bien sencilla.
Se tendió Eutanasio en la camilla. Doñatela se lavó las manos mientras mascaba un aromático chicle de menta y, poniéndose detrás de nuestro hombre, sin ningún ánimo erótico, empezó con las manos fresquitas y suaves a acariciarle la nuca para arriba y para abajo. Para arriba y para abajo. Para arriba y para abajo. La sustancia azul ingerida, que todavía corría por las venas de Eutanasio, empezó a despertarse y su bragueta comenzó a moverse involuntariamente hacia la izquierda (ya se sabe la teoría del cojón desigual) y a la derecha. A la izquierda y a la derecha. A la izquierda y a la derecha. Sin control. Tal si bailase la Yenka, que polla!!

Tomó en sus manos la fisioterapeuta –ajena a la envarada cuarta y media de verga– un buen pegote de gel frío y empezó a masajear firmemente el cuello, las clavículas, el escaleno y los hombros del sufrido penitente mientras le soltaba en su cara, frescas y espontáneas vaharadas de menta, que no hacían sino empeorar muchísimo la situación. Para arriba y para abajo. Para arriba y para abajo. Para arriba y para abajo.
Eutanasio, no sabía dónde meterse (ni dónde meterla). Su enorme y descontrolado miembro, que se exhibía inhiesto orgulloso, endiosado, y arrogante… Bailaba ahora, el Bimbó y, por consiguiente, en todo el gimnasio, estaba causando sensación. Menchu, al observar la vergonzante escena, se levantó horrorizada de un brinco; trincó el sombrero «Tirulé» del perchero y poniéndoselo encima de su miembro, le conminó a levantarse de inmediato y salir huyendo –para no volver jamás de los jamases– al Centro de Rehabilitación y Fisioterapia.

Mientras atravesaban abochornados la sala principal del local, Menchu no paraba de propinarle sonoros y dolorosísimos cogotazos a su marido mientras este se protegía la cabeza con ambos brazos.
El sombrero «Tirulé» asombrosa y milagrosamente, permanecía sujeto –como por arte de magia– en la entrepierna del avergonzado Eutanasio. Eso sí, a cuarta y media de distancia del ombligo, que es distancia muy apropiada para que le asomase el cojón izquierdo colgando sobre el vacío.
En Málaga. Circa 2016

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