TRASTEROS

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TRASTEROS

Los trasteros son los hermanastros atribulados y pobres de las habitaciones de una casa. Los desheredados por la mano de los dueños del domicilio que, desconsiderándolos, los condenan de por vida a la mas cruel oscuridad. A la falta más insoportable e inmisericorde de compañía. De sonidos.

 Los hay de todo tipo. Y casi siempre, suelen ser  reflejo de la personalidad de sus propietarios. Digo casi siempre.

 Conozco algunos trasteros de algunos otros convecinos. Los hay que son talleres de bricolage super límpidos y ordenados: Matrimonio de funcionarios sin hijos. Otros son cuasi exposición de trofeos ganados en competiciones deportivas; bicicletas de alta competición y muestrario de motos de montaña: Saga de bomberos. Hay otro, que sirve de ropero estacional y alacena de productos imperecederos; grandes botellas de aceite, conservas, y latas ordenadas por tamaño -todas con la etiqueta de frente- que le dan un aspecto de colmado de los antes. Solo le falta la bacalada y las ristras de ñoras colgadas de una de las numerosas tuberías que habitan los techos de más de alguno de esos trasteros. Lo olvidaba; la propietaria de este último trastero es trabajadora de Telefónica jubilada.

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Después está el mío.

 El mío; el nuestro, tiene como Jekyll y Hyde dos personalidades bien distintas que van alternándose como el tiempo.

 “Plicasión”:

Es Mr. Jekyll, cuando se encuentra limpio y ordenado; cuasi resplandeciente debido a las operaciones que mi Santa esposa exige, intransigentemente, de vez en cuando. Entiéndase ese vez en cuando, el momento en que el trastero pide auxilio con lamentos nocturnos debido a la acumulación de cosas que  -dejadas de cualquier manera por los vástagos, Cris y Cigalowsky- son bajados por orden del acomodaticio Father Gorgonzola, que se niega, normalmente a bajar al cementerio de los objetos olvidados. (El Sr. Hyde)

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Santa es generosísima con eso de arrojar lo que no es útil a la basura. Directamente; sin piedad.

 Father, por el contrario, tiene un apego enfermizo a las cosas que le conformaron su existencia. Porque las dota -en su ingenuidad- de vida propia nacida del recuerdo. Cosas que alguna vez, formaron parte de la decoración de su casa y que -según su irracional forma de pensar- cree injusto que sean condenadas al destierro y al ostracismo. Bien es cierto que cuando yo hago abstracción de ese sentimiento, y tiramos sin contemplaciones, el trastero queda mas guapo y ordenado que un San Luis.

 Guardo en mi trastero doce sillas de metal que complementan a las de nuestro domicilio cuando hacemos celebración multitudinaria. Guardo mi Vespa 200 porque aunque no la uso, me niego a regalarla. Es más, le sigo pagando el impuesto de  circulación que le da -creo yo- un atisbo de dignidad. Guardo útiles de barbacoas con un enorme curriculum encima. Juegos de maletas que fueron testigos de viajes inolvidables.

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 Los adornos de Navidad son los más afortunados, pues al menos, disfrutan de un mes de vacaciones pagadas durante las fiestas. Pues así lo tienen estipulado en el convenio de trabajo firmado con los propietarios de la casa y su sindicato.

 Otro destino, sin embargo, tiene mi inconmensurable colección de cintas de cassette. Estas (con su carátula uniforme  y su numeración  correlativa) agonizan  asfixiadas en cajones –una catacumba dentro de otra catacumba- esperando que la falta de aire oxide para siempre su corazón de hierro y níquel.

 Objetos de decoración de tiempos pasados; ya se sabe que un piso es un traje que con la edad, siempre se queda pequeño. Porque, como es natural, la nómina de objetos, los regalos -que son una especie de parque de sentimientos- abarrotan las casas haciendo imprescindible, cada cierto tiempo, un ejercicio de profilaxis para la vista. Mi mujer exige que la vista debe de hallar espacios en blanco donde descansarla. Yo acepto resignado; pues reconozco, con la boca chica, la lógica de la propuesta. Menos mi despacho. Mi despacho es altar inviolable y allí -donde se encuentra mi “Muro de los Afectos”–  no hay apenas sitio donde descansar la mirada. Porque a mi me da la real gana.

 Cada algunos meses, Santa me obliga a bajar a nuestro trastero con la orden estricta de dejar arriba el corazón y los sentimientos. Así que cuando realizamos este ejercicio de higiene y limpieza, yo ya me preparo para -con el corazón encogido por la incertidumbre- asumir que algún que otro recuerdo que me acompañó en mi vida, irá irremisiblemente al contenedor de basura.

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Afortunadamente para ellos, suele ocurrir que cuando disponemos los objetos junto al contenedor, no tardan ni cinco minutos en aparecer los buitres carroñeros (furgoneta incluida) que en un pispás, se lo han llevado todo -cuando digo todo, digo todo- dejando a Father con la sensación de que ese maldito mercader de sentimientos se ha llevado algo de su vida. Aunque, por lo menos, queda el mustio consuelo de que a alguna otra casa irán a parar.

 Mi trastero: memoria no virtual de mi vida que, una vez al año -como mínimo- debo de formatear para que, con toda seguridad, vuelva a estar lleno transcurrido ese tiempo; lleno hasta arriba otra vez, de cachos de nuestra vida condenados al destierro.

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Una respuesta

  1. Hola, gran post, gracias por contar tu experiencia con tu trastero, yo guardaba en el recuerdos importantes para mi, pienso que un trastero siempre que se cuide es un lugar mágico de recuerdos de tu vida. Saludos.

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