Tan desesperado estaba, que decidió quitarse la vida de la manera más cruel que nadie pudiera imaginarse: Tragándose sus propias palabras. Empezó con las de amor y las de cariño. Siguió con las de devoción y entrega; con las de entusiasmo y las de piedad. Luego vinieron las palabras de consuelo, las de afecto y de recogimiento; las de de veneración. Para al final tragarse las de odio, rencor y resentimiento. Las de aversión, aborrecimiento y desprecio. Fueron esas las que más trabajo le costaron.
Tras un tiempo interminable de suplicio, se tumbó en el suelo jadeante y moribundo; hinchado hasta el extremo de lo grotesco con una enorme indigestión de palabras en su estómago. Para al final, en un ultimo estertor, casi sin fuerzas, dejar involuntariamente salir un descomunal eructo de letras.
Y, sin poderlo evitar, sentir como se le escapaban, en un suspiro, de entre los dientes, tres únicas palabras. ¡QUE TE DEN! Y murió con una sonrisa en los labios.
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