CLEMENTE. EL NIÑO DEL SILVA

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CLEMENTE: EL NIÑO DEL SILVA.

 Conozco a Clemente Pérez Acosta desde los tiempos del blanco y negro en el cine, desde las treinta tres revoluciones por minuto en el picú, desde los yogures naturales (no había de sabores) tapados con celofán y cerrados con gomilla elástica de las lecherías. Conozco a Clemente Pérez Acosta de toda la vida. La de los dos. Desde que él era un mozalbete y yo un niño repelente. Y desde aquellos tiempos, ya muy lejanos, aún hoy mantengo y perpetúo una amistad fraternal con él, basada en una suerte de herencia respetuosa, de la cual ambos estamos orgullosos: Nuestros respectivos padres.

fota papá con bomberos

 Antonio Pérez Silva, fue Sargento del Real Cuerpo de Bomberos de Málaga en los tiempos en los que mi padre Fernando Souvirón Huelin, ocupaba el cargo de Comandante Jefe. Estos, los dos, siempre mantuvieron un fuerte lazo de amistad y compañerismo avalado por la fidelidad, la lealtad y la nobleza. Por la más inquebrantable  y mutua confianza. Antonio Pérez Silva “El Silva” era un hombre que sabía ser rudo con la indisciplina y con la insubordinación; pero a la vez –como todo buen jefe- desplegar una enorme corriente de empatía, de afecto y de aprecio entre sus subalternos. Siempre dije y digo, que yo -que pasaba muchísimo tiempo en el Parque de Bomberos- al Sargento Silva, lo sentía como de mi propia familia. Por esa deferencia y ese cariño que él me profesaba y que me demostraba continuamente por ser el más chiquitillo de los hijos del que manda: El baranda.

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Los “Silva” eran dos hermanos de lo más distintos. Estaba Manolo, serio y adusto, y un poco arisco, que era Jefe de Mecánicos, con el cual yo mantenía interminables conversaciones. Después, estaba el citado Antonio y más después aún, llegaron los hijos de estos: Clemente, Miguel y Salvador. Clemente, que es al que me voy a referir en este relato, era  -me atrevo a calificarlo por eso de la amistad- un noble bruto. En el sentido más literal de las palabras: Noble; por esa lealtad sencilla y espontánea que regalaba; eso sí, a quien le entraba por los ojos; porque con quien no le entraba… Con quien no le entraba por los ojos, era lo que él mismo se autodenominaba: un hijo de la grandísima puta. Y cito sus propias palabras. Cómo te lo digo y cómo te lo cuento.

 Y era un bruto, continúo, porque su vehemencia y su ímpetu natural, le llevaba a realizar verdaderos disparates físicos –tan irracionales cómo insensatos- que, como no podía ser de otra manera, le pasaron factura en la vida proporcionándole una mala salud de hierro que al final, terminó por quebrarse. Y por ahí anda; vivito y cojeando.

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Clemente. Mi fraternal amigo Clemente, fue compañero de trabajo durante no pocos años. Y durante ese tiempo, compartimos amistad y multitud de anécdotas.  Sobre todo las de él. Era Clemente Pérez un dechado inacabable de historias y sucesos que él – en primera persona- había sido si no el protagonista, si uno de los actores principales. Y esos hechos, pesar de su truculencia y su manifiesta siniestralidad, a pesar de ser terriblemente trágicos, oyéndolos de boca de Clemente, pasaba –por el enorme surrealismo que destilaban- a ser tremendamente jocosos; porque dichas anécdotas, obviaban las pertinentes buenas costumbres y las debidas virtudes que se nos suponen a los correctos y sensibles seres humanos. Pero no era este el caso, maifrén. No lo era para nada.

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Porque aquella distensión en las reglas éticas, nos proporcionaba a sus oyentes, tardes descacharrantes y desternillantes entre chupitos de Whisky DyC de cinco años y paquetes agotados hasta el estruje de Lucky Strike: A partir de las ocho siempre, que era cuando terminábamos de trabajar.

 No sabéis cómo añoro esos años en que las aguas corrían por los cauces debidos!!

 Así que no lean estas líneas que ahora vienen los atribulados meapilas y soplacirios; los melindrosos, blandengues y remilgados: Absténganse gazmoños y timoratos. Pánfilos, escrupulosos y aprensivos;  porque los cuentos, las anécdotas, las historias de Clemente Pérez Acosta, eran y son, para hombres que se visten por los pies. Para mujeres curtidas; no para adoradores del buen rollito y lo políticamente correcto. Estos relato ( el de hoy y los próximos que pueden venir) son para gente que no se para a pensar en lo apropiado o no de los actos; para los que se rigen en el acatamiento estricto de las normas de urbanidad.  Porque para el que no lo sepa,  quiero aclarar que –como decía mi padre- a los bomberos, nunca los llaman para ninguna fiesta ni para ningún acto agradable. Siempre que son llamados, acuden a incendios donde se pueden  -y se encuentran- personas abrasadas. Descuelgan suicidas de los árboles, sacan de ataúdes de metal destrozado a víctimas de accidentes de tráfico. Tienen un trato continuo y cercano con la muerte; y a veces, muchas veces, rozándola, la esquivan engañándola cómo pueden.

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Un trabajo durísimo y muy difícil de sobrellevar; y  más en la época de Clemente, con muchísima más voluntad y cojones que medios materiales. Así que estas carencias las compensaban –por eso de la mala costumbre- con un macabro sentido del humor que les distanciaba, aparentemente, de la locura y la insania que les procuraba su trabajo. Un trabajo no apto para estómagos delicados ni para conciencias impolutas.

 Esta, es una de ellas; quedan algunas en el tintero que aún estoy decidiendo si sacarlas a la luz o no. Ya se verá.

 A modo de poner en situación al lector:

 Clemente al igual que su padre, pertenecía al Real Cuerpo de Bomberos de Málaga; por esas “cualidades” que he citado anteriormente era el compañero perfecto para meterse en cualquier boca de lobo que se presentase. Y pobre lobo si se presentaba! Si un compañero lo llevaba al lado en un fuego, en un rescate, en cualquier servicio, si llevaba al lado a Clemente, se sentía afortunado y sabía que algo tenía ganado.. Los novatos…menos.

 Esta vez referiré la anécdota que he dado en llamar:

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LOS FAROS DEL DOS CABALLOS Y GILDA.

 (Quedan, ya te digo, un par de pendientes para más adelante. El Muerto que
Perseguía a los Bomberos, y Un Pulpo y su Docena de Flanes.)

 Vamos a por la de hoy:

 Ya te digo; a los veteranos les encantaban llevar a Clemente al lado, pues era tan “echao p’alante” como resolutivo. “Esostáclaro” le gustaba decir. Pero los bomberos de nueva hornada se rilaban nada más pensar en lo que les podía caer, a modo de bautizo profesional, llevando a este experto de lo más peor y lo más duro en la cuadrilla.

Sucedió que un día hubieron de acudir a una calle muy céntrica –junto a la plaza de la Merced- para entrar en un piso donde vivía una anciana a la que no se le había visto el pelo en días y que, además, para más señas y sospechas del vecindario, el piso despedía un poderoso, dulzón e inaguantable olor a podrido.

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Llegó el retén de bomberos a la citada dirección:  un “pronto socorro” que era un jeep chato de apoyo con material y escalines, y una ambulancia. Subieron por la escalera del edificio el Cabo Martos –otro cachondo apodado el Periquito- el  ex Guardia Civil y experto en recoger vísceras Ballesteros, mi amigo Clemente y un bisoño y novato recién llegado al cuerpo al que llamaremos Gabino para disimular.

 Llamaron a la puerta del domicilio de la anciana. Nadie contestaba. Insistieron. Nadie contestaba. Imperaba el más absoluto silencio de los corderos. Un insoportable y  pestilente fuky salía en vaharadas por las rendijas de la puerta. El novato, Gabino, empezaba –ante la atenta mirada de refilón de los veteranos – a contener las arcadas y la respiración. Decidieron pues, para minimizar daños, entrar por el balcón, pues era un primer piso. Pusieron el escalín, llegaron a la balconada, rompieron un cristal y entraron. Ricardo -el chófer- esperaba abajo junto a la ambulancia.

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Un insufrible pelotazo de peste les rodeó de inmediato. Una fetidez, un tufo, un hedor imposible de soportar; sobretodo, si llevabas poco tiempo en el Cuerpo, como era el caso del novato y no estabas acostumbrado a incidencias de este tipo. El rostro de Gabino pasaba del blanco roto al marfil. Y de éste, a un gris ceniza que le daba un aspecto verdaderamente enfermizo y compungido.

 Los más aguerridos: Clemente, Ballesteros y el Periquito se adentraron en la casa cómo si tal cosa seguidos de Gabino sabiendo lo primeros, con la certeza de la veteranía, lo que se iban a encontrar.  Minutos después, uno de ellos llamó en voz alta a los demás desde la salita de la casa…

 –        Venid pacá!!! Akistá!!!

 Habían encontrado a la anciana muerta sentada en una mecedora. Todavía llevaba la toquillita puesta sobre los hombros.

 –        Niño! –me contaba Clemente entre chupitos muerto de risa-“La viea, tenía toa la cara de un Dos Caballos. Con los ojos salíos y saltones como si fueran los faros de un Dos Caballos, niño!”

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Se miraron los tres ante la anciana; se pegaron un codazo, y llamaron al macilento novato que estaba aterrado y asqueado en la puerta de la habitación al borde del soponcio y con la esperanza de no tener que intervenir.

 –        Mira, Gabinillo ío, cógela tú anda,  que así aprendes! Le dijeron al incauto.

 Éste, intentando sobreponerse a la situación, sacando fuerzas de las pocas flaquezas que le quedaban, se acercó a la anciana. Los otros miraban atentos al percal. Le dijeron el modo y manera del cómo cogerla y así, con esas indicaciones,  se dispuso el novato a  intentar levantar el cadáver. Se acercó a ella tratando de evitar las arcadas, y cogiéndola de los brazos a la altura de los codos, tiró con fuerza para arriba, con tan mala fortuna, que la despellejó tal si fuese Rita Hayworth en la escena del baile de Gilda quitándose los guantes. Los dos a la vez.

 El Novato lanzó un alarido. Hiiiiiiii!!!! Y se pego una culada. Pegó tres arcadas y se fue corriendo a vomitar a la cocina, mientras los otros tres se miraban con gesto de resignación y empezaron a hacer el trabajo que les había llevado allí.

 Ay! ezú por Dioss se dijeron entre risas; y llamaron a Ricardo para que les ayudara..

 Nota aclaratoria:

 Durante mi niñez, y no tan niñez, por el cargo que ocupaba mi padre, tenía que oír a menudo chistes y chanzas acerca de que los bomberos estaban todo el día jugando al parchís, que si cuando llegaban a un siniestro lo rompían todo… y demás imbecilidades.

 Nadie sabe – si no se pertenece al Cuerpo o se es allegado- a las terribles situaciones que se tienen que enfrentar estos hombres y mujeres en su trabajo y lo que tienen que hacer para sobreponerse en determinadas circunstancias y a sus propios sentimientos.

 Dignos son todos ellos de mi más admirado respeto y consideración.

***…***

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