EL CORREDOR Y LA BAILARINA

(I)

EL CORREDOR EN EL OLIMPO

Para Carlos

 

Hoy me ocupan el ánimo dos circunstancias distintas. Dos sensaciones. Una dicotomía que dicen los tontopollas.

Estas son: una profunda alegría por un lado y la percepción de faltarme algo por el otro. Y las dos circunstancias, las dos percepciones, las dos sensaciones, tienen un nexo común: Mi querido y alejado amigo Carlos Gil Passolas. De viaje por esos Olimpos de Dioses.

La alegría me viene por la  justa concesión -y entrega ayer- del Premio Andalucía de Turismo. Sí que me ha dolido ver en la prensa a sus hijos Christian y Cler recogiéndolo en su nombre. Aunque por otro lado, también respiro con alivio al no tener que haber asistido y oír las palabras de Cathy -su mujer- por medio de vídeo desde Nueva York. Suelo ser cobarde antes las emociones; cosa, que por otro lado, me importa un bledo. Que me la trae al pairo, vamos. No soy persona que se avergüence de sus afectos y sentimientos.

La percepción del faltarme algo, viene dada, por que este año nadie me hablará, con el énfasis y la vehemencia habitual, de su participación -como cada primer Domingo de Noviembre- en la Marathon de la ciudad que tanto amó (y que tanto amo yo): New York City. Tampoco nadie -a la vuelta- me enseñará fotos (¡¡¡ en papel !!!) de la carrera.

No hace mucho, un amigo común, el escritor Pedro Rojano me remitió una narración escrita con el corazón -como no podía ser de otro modo- con Carlos Gil como protagonista corriendo el Marathon. Ese Marathon suyo de cada año. Acordamos los dos que no se publicaría este articulo, que ahora estáis leyendo, hasta que no estuviese encima la fecha de dicha carrera. La fecha es el próximo Domingo.

En estos días, Nueva York hace honor a su fama de ciudad catastrófica (en el cine) y hace realidad una de sus pesadillas en forma de tormenta perfecta; me imagino que George Clooney aún no se ha recuperado de la última. Y Godzilla, el meteorito, los extraterrestres y el tsunami están libres de guardia.

Tan fuerte ha sido este meteoro que se ha inundado Brooklyn Heighths, ha ardido parte de Queens, han cerrado la Grand Central Station y todos los transportes incluido el Metro. El Top of the Rock, El Empire State, no se podían visitar; y lo que es mas peor y elocuente: Los McDonalds de Times Square… También permanecían cerrados!!! Inequívoca y palpable demostración del desastre sufrido.

Por llevarse para adelante, se ha llevado -por primera vez en su historia- hasta  el New York City Halloween Parade: el tradicional desfile de los Zombies que  se celebra por estas fechas.

Han cerrado los túneles que unen los distritos de la ciudad. Por cerrar, hasta el Puente de Brooklyn entre otros, ha estado dispensado de asistencia a clase justificado por el South Street Seaport también inundado. Pier 17.

Pero lo que no han podido ni el ciclón ni el tornado, ni las lluvias, ni los vientos huracanados, ni los devastadores incendios de Queens, ni las inundaciones. Ni tan siquiera la inhóspita soledad de centro del mundo -anegado esta vez de agua en vez de luz de neones- ha sido, cancelar el Marathon de Nueva York. Con el beneplácito de los Dioses del Olimpo. Convencidos estos – estoy seguro- por uno que yo me sé.

Porque yo, desde aquí hago responsable, ante todos, y para que así conste, a Carlos María Gil Passolas.

Porque nadie -aún estando en el Olimpo- tendría tanta vitalidad (sí, he dicho vitalidad y además, en presente) e insistiría tanto en que se celebrase.  Nadie como él, dispondría de tanto poder de convicción y razonamiento para que los Dioses le complazcan y agachen la cabeza. Aplacando a las tormentas, por muy perfectas que sean . Todo con tal de que el humano se callase de una vez.

Así que dándolo por imposible, Eolo y el Titán mamón de turno, tiraron la toalla.

Poseidón, Ares y Fobos y cualquier otro Dios catastrófico, dejaron  de importunar a la ciudad con tal de que el díscolo mortal, les dejase en paz.

Por eso, van permitir que el Marathon de este año, se vuelva a celebrar. Para que este pesao -dicen ciertamente agobiados- nos deje en paz!. De una puta vez.

Yo, con Baco y su primo el griego Dionisos, como es natural, celebraré este nuevo éxito del amigo. Aunque sea sin fotos en papel.

Este es el relato de mi amigo Pedro Rojano dedicado a su otro amigo Carlos. El llamado Gil Passolas. El que todo lo consigue. Esté donde esté. Aunque sea en el Olimpo.

 

Nota de última hora: Los Dioses de la maldad, para hacer honor a su calificativo, han incumplido la palabra dada a Carlos, y multiplicando víctimas y daños, se ha suspendido la Marathón

 ***

(II)

EL CORREDOR Y LA BAILARINA

 

Para mi amigo Carlos Gil

que aún corre maratones

 

Siempre que viajaba a Nueva York le gustaba alojarse en Tribeca: un barrio tranquilo y deliberadamente bohemio que aún conservaba el sabor del Manhattan de los setenta. Nada parecido a los elegantes barrios del Upper West Side, donde la gente pudiente y envejecida vivía apartada de las nuevas tendencias.

A pesar de sus sesenta y cinco años, Carlos no faltaba a su cita con la maratón de Nueva York. «Para correr cuarenta y dos kilómetros –decía­–, solo hay que mentalizarse». En eso influía su enfermizo entusiasmo por hacer cosas.

Llegó con una semana de antelación. Era imprescindible hacerlo con tiempo y entrenar todas las mañanas. El sábado cruzó por Hudson St. para llegar a la parada de metro de Franklin. Con las primeras zancadas se alegró de usar las cómodas New Balance, las mismas con las que había corrido la última edición. El año pasado completó la carrera en cinco horas diecisiete minutos, una marca muy lejos de las tres horas treinta y cuatro que alcanzó en el 99, pero entonces eran otros tiempos, con menos años y más interés por la conquista.

Al salir del Subway en la 42st, comenzó a ascender por la séptima. Respiraba a ritmo, uno dos uno dos, inspirar espirar, repasando en su mente el programa del día: comprar vitaminas en la herboristería del 156 de Buxter; buscar el objetivo 55/180 en el B&H junto a Penn Station; llamar a Cathy; recoger la ropa de la lavandería; escribir un correo con instrucciones para la oficina. Uno dos uno dos, inspirar espirar. Mientras su cabeza se organizaba, se abría paso a través de la apagada imagen de Times Square, inusual a esa hora de la mañana: con intenso tráfico pero sin bandadas de turistas. El ejército de luces, pantallas y anuncios gigantes sobre los edificios aún no destacaba, como una actriz sin maquillaje.

Al pasar junto al edificio del Hotel Plaza, uno dos uno dos, inspirar espirar, giró a la derecha para recorrer la 59st frente a las relucientes calesas que se alinean a orillas de Central Park. En la esquina se detuvo junto al semáforo que acababa de cambiar a “DON’T WALK”. Mantuvo el trote para no enfriarse. Una chica se detuvo a su lado, vestía un plumón que le cubría hasta la cintura, las piernas enfundadas en una malla negra de bailarina y unos calentadores de rayas naranjas y verdes que le abrigaban las pantorrillas. Tenía el pelo recogido con una cola, y el rostro maquillado como si fuese a salir al escenario. Mientras aguardaba en el semáforo, aprovechó para estirar el cuello a izquierda y derecha, se puso de puntillas, apuntó los brazos al cielo un instante y los desplegó hacia los lados con las muñecas flexionadas como alas de águila. Los agitó suavemente en el aire con los ojos cerrados y en perfecto equilibrio.

Carlos pensó que aquella bailarina era una señal inequívoca de buen augurio.

En Columbus Circle ya lucían las pantallas donde el domingo los corredores podrían contemplarse agigantados por unos segundos. Carlos atravesó la plaza y enfiló uno de los senderos. Los pitidos de los taxis se fueron disolviendo en el aire, y al cabo de unos minutos pudo escuchar la fanfarria de una banda cuyos músicos ensayaban sobre la hierba. Carlos sonrió. Con aquel sonido, tan familiar para los corredores de la maratón, percibió los primeros nervios. Uno dos uno dos, inspirar espirar. Imaginó que se encontraba en la línea de salida, un punto incierto del puente de Verrazano, rodeado de corredores, con la imagen empequeñecida e inalcanzable de Manhattan más allá del mar. ¡Cuánto le fascinaba esa silueta, marcada sobre el gris brumoso del amanecer, desafiándole un año más a alcanzarla!

Uno dos uno dos. Al pasar por Stramberry fields sintió una débil punzada en la pierna. Uno dos uno dos, inspirar espirar. Otras veces le había venido un dolor a la altura de las ingles, un dolor muy intenso, como un pellizco, pero no hacía caso. El sabía que era su propio cuerpo que trataba de desanimarle. Al cabo de cierta distancia volvió a notar el pinchazo, esta vez un poco más doloroso, aunque ahora en la otra pierna. Uno dos uno dos, inspirar espirar. Hizo ademán de pararse, pero no lo hizo. Por nada del mundo iba a dejar de correr.

De pronto, uno dos uno…, su cuerpo se detuvo en seco.

Fue un frenazo repentino y tan brusco que ni siquiera produjo inercia, como si se hubiesen fundido los plomos de un tiovivo. Si no fuera por la puntera de su pie izquierdo anclada en la tierra, Carlos se hubiese quedado en el aire. El brazo derecho estirado hacia adelante, paralelo a la pierna izquierda que a juzgar por la tensión del gemelo, parecía tirar de todo el cuerpo. La cara de Carlos también había quedado detenida en ese instante en un gesto de esfuerzo, los ojos ligeramente desencajados y la boca componiendo una violenta forma de u.

Al principio no fue del todo consciente, durante unas décimas de segundo pensó que continuaba corriendo, que tan solo se trataba de su imaginación, pero fueron sus brazos y sus piernas detenidos en ese escaso metro cuadrado los que le revelaron que aquello no era normal. Cuando asumió su absurda postura, quiso cerrar los ojos para concentrarse en lo que le había ocurrido, pero no pudo hacerlo porque también habían quedado estáticos. «Está bien Carlos, no desesperes, es solo un tirón» trató de convencerse, sin embargo por más que lo intentó, los músculos de brazos y pies no respondieron.

Carlos no lograba liberarse. Hizo incontables esfuerzos por moverse tirando de su brazo izquierdo que debía de actuar de palanca para el resto del cuerpo, o de sus abductores para lograr la flexión de los muslos. Quiso gritar, quiso golpear el aire con los brazos, doblar la cabeza en cualquier dirección, pero todo fue en vano. «La perfecta estatua humana», ironizó, «solo falta que alguien pase y eche una moneda.» ¿Qué había pasado?, todo iba normal, no era la primera vez que corría, «¡Por Dios!», se lamentó en silencio, y comenzó de nuevo a tirar con violencia de las neuronas, que en ese momento eran las únicas que respondían.

Un grupo de corredores pasó junto a él sin reparar en su extravagante postura. Carlos trató de llamar su atención, pero su cuerpo le negó cualquier gesto de auxilio, el más mínimo sonido. Al sobrepasarlo, el joven que cerraba el grupo le miró con un aire extrañado, como aquellos que ven practicar taichí por primera vez. Luego volvió la vista e hizo un balanceo con la cabeza que a Carlos le pareció una burla. Cuando les vio alejarse, cayó en un profundo desaliento. Comenzó a plantearse la remota posibilidad de no recuperar su estado normal, pero no quiso rendirse, no era su estilo. Se propuso continuar tirando de aquel cuerpo que no parecía ser el suyo. Fueron muchos minutos de violenta desesperación los que le acompañaron, hasta que el cansancio le obligó a dejarlo. Se dejó llevar por una especie de sueño, aunque con los ojos abiertos. Tanta adrenalina le sumió en una flaccidez mental que relajó su musculatura.

El frío le rescató del abotargamiento. La posición estática no propiciaba una buena circulación y comenzaba a sentir un leve hormigueo. El sol caía vertical sobre su figura. Habrían transcurrido tres horas desde que salió del hotel. Recuperó cierto ánimo y decidió buscar alternativas. Tuvo que ser algo que comió, o quizás algo que hizo, un mal gesto, una incorrecta posición al andar. Se esforzó por recordar todo lo que había hecho el día anterior. Había estado trabajando en el centro de negocios del hotel, concertando las citas para la próxima promoción de Febrero. Había tenido tiempo incluso de acercarse en metro hasta el W hotel de Union Square donde se celebraría el workshop para los participantes. Todo había ido bien, sin complicaciones. Recordó incluso la impresión que le causó al gerente del hotel, cuando éste le invitó a visitar el salón y tuvieron que subir por la escalera hasta la segunda planta porque un grupo de japoneses recién llegados estaban acaparando los ascensores. Subieron los escalones de dos en dos. El gerente era un chaval que no tendría más de cuarenta años y aún así llegó jadeando. Bromeó con Carlos porque no podía creer que con sesenta y cinco años tuviese esa agilidad. Carlos sintió una íntima satisfacción, pero no hizo nada por demostrarlo, únicamente, cuando estaba a punto de marcharse y tras cerrar el acuerdo con un apretón de manos, no pudo resistir la tentación de decirle que dentro de dos días participaría en la maratón. El joven directivo le miró sorprendido, con una sonrisa que escondía una leve sensación de culpa.

Un cosquilleo en el pie derecho interrumpió su repaso. No podía verlo, pero por el jadeo y el impaciente movimiento alrededor de su pie, intuyó que se trataba de un perro. Pensó que al menos un animal había percibido su petición silenciosa de auxilio. El perro comenzó a ladrar. Carlos dedujo que se trataba de un chihuahua, o un caniche, algo por el estilo. Notó entonces un hilillo que le humedecía el calcetín, caliente al principio pero a medida que se adentraba en su zapatilla se hacía más y más frío. Luego escuchó corretear al animal hacia el prado que se abría a su espalda con sus ridículos ladridos apagándose en la lejanía. Tras él no escuchó a nadie. Intentó descalzarse, pero una vez más, fue consciente enrabietado de su nuevo estatus de impotencia. Trató de gritar de nuevo, de lanzar improperios al perro y al dueño del perro, insultar a cualquiera que pasase por su lado. Pero era imposible, Carlos sintió el deseo de golpearse, acabar de una vez con la pesadilla, reventar su estatua de sal sobre el pavimento. «¿Por qué yo?» , se preguntó varias veces seguidas, «hay miles de corredores». Y no pudo evitar lamentarse por el truncado futuro. El sol ya no calentaba, tenía los músculos entumecidos y los ojos irritados.

De repente sintió un aliento en su cuello, sigiloso como un susurro. Iba y venía intermitentemente. No sabía de quien procedía, pero no dudaba de que alguien le soplaba en la nuca, podía percibir el calor de su cuerpo en la espalda. Trató inconscientemente de volverse, pedir socorro, pero de nuevo su paralizado cuerpo no se inmutó. Se concentró entonces en su cuello, al menos podía sentir el aire. No todo estaba perdido. Minutos más tarde volvió a percibir la soledad del parque. Quizás no había sido una persona, pensó, sino una pista para resolver la situación sin obsesionarse por el movimiento. De esa forma se dejó caer sobre su inmovilidad, liberando toda la tensión de sus músculos. Su mente comenzó a percibir variaciones del paisaje a su alrededor, como el canto de los vencejos cuyas sombras planeaban por la hierba, o el débil griterío de un partido de béisbol. Respiró profundamente para captar el aroma de los tulipanes repartidos junto al sendero, o la humedad del río que calaba los troncos de los olmos. Se concentró con los ojos en un punto lejano, una ventana del Huley Center de la 5ª que, desde allí, se divisaba a partir de la planta 17. «¡Si pudiera sentir el tacto, un leve contacto para comprobar que todo marcha bien por ahí!», pero sus dedos, los que veía desde su posición, estaban atascados. Uno de ellos sobresalía levemente hacia el interior de la mano: el dedo corazón, que en el instante de la parada se había quedado rezagado, y Carlos podía distinguir la falange como un enorme almohadón. Se concentró en él como si fuera una ventana en la lejanía.

Desde hacía rato nadie había pasado por allí, cada vez hacía más frío, aún quedaba luz, pero los rayos habían dejado de calentar. Tenía algunos compromisos antes del almuerzo que no había podido cumplir, le hubiese gustado llamar, excusarse. Le hubiese gustado no pararse estúpidamente en mitad de Central Park. Recordó que Cathy llegaba esa misma tarde a Nueva York. Además de otras muchas cosas, con su mujer compartía el amor por esta ciudad de líneas discontinuas, de blues subterráneos y encuentros fugaces.

La tarde doraba las hojas de los olmos. Podía sentir escalofríos a lo largo de su cuerpo. Pronto anochecería y Central Park quedaría a oscuras. Jamás se hubiese atrevido a adentrarse en la nocturnidad del parque, pero ahora lo valoraba como una opción: exponerse al ataque de algún delincuente y terminar de una vez por todas con aquella situación absurda. Estaba cansado de pensar, cansado de buscar una salida ante lo ocurrido, pero no había sido capaz de hacerlo en las horas que llevaba allí, detenido como una estatua. «¿Cuántas han sido?», se preguntó. Ocho, nueve… no podía saberlo, porque desde su posición era imposible consultar su reloj. Pero podía calcularlo por la luz, aún quedaban 30 minutos para que se ocultara el sol por completo, de modo que serían las 4 y quince. Probablemente Cathy, al no encontrarle, preguntase en el hotel. Se sorprendió de pronto como si hubiese movido las cejas. En el hotel le habían visto salir muy temprano con ropa deportiva, algún recepcionista se preguntaría por qué el huésped de la 905 no había regresado. Aún quedaba una vaga esperanza a la que agarrarse. No todo estaba perdido. Por un momento, en aquella posición de discóbolo, Carlos sintió correr por sus venas un hilo de victoria. Muy débil, pero cualquier movimiento de su cuerpo, por mínimo que fuera, se convertía en júbilo. En esto pensaba cuando volvió a sentir en el cuello el aliento que le había conmovido una hora antes.

Esta vez más suave, más discreto. Se quedó aún más petrificado. En esta ocasión no tuvo la intención inútil de volverse, de pedir ayuda: permaneció atento al dibujo imaginario que el aliento trazaba sobre su nuca, y que aventurándose aún más, comenzó a recorrer su cuello por un lateral. Carlos la tuvo entonces a la vista. Podía percibirla de reojo por su lado derecho, y poco a poco la imagen se fue haciendo más nítida hasta tenerla de frente. Era la bailarina del semáforo. Ahora tenía el pelo suelto, pero pudo reconocerla. Había desaparecido el maquillaje de su cara, y mantenía la mirada inexpresiva, como de muñeca. Ella lo observaba de cerca, los ojos se detuvieron en los suyos, ladeó la cabeza. Con su mano le acarició la mejilla y Carlos percibió aquel tacto como un cálido abrazo. Ella recorrió el contorno de su cuerpo con sus brazos de bailarina, recortando en el aire la figura del hombre en movimiento. Se detuvo un instante en la mano adelantada, donde se concentraba la voluntad imperiosa de Carlos de seguir avanzando, de no detenerse aún. La chica repasó sus dedos con los labios resecos.

Carlos fue testigo de este ritual, preso como estaba en su inmovilidad, sin intención de llamar su atención, de gritarle, de pedir auxilio. Estaba hipnotizado por el movimiento de aquella mujer, le deleitaba contemplar su danza, como le ocurrió por la mañana junto al semáforo. Su boca, inexorablemente abierta, dejó escapar un hilo de baba que recorrió su altura hasta el suelo. Estaba tan cansado que era incapaz de desbaratar el cuadro. Quiso dormirse en los brazos de aquella chica y dejar que la noche le convirtiera al fin en una estatua de piedra, en un símbolo de la anónima lucha diaria, una imagen que honrara Central Park y que convirtiera aquel rincón en lugar de peregrinación para tantos y tantos corredores. Quiso, en ese momento, convertirse en todo eso y acabar.

La chica estaba ahora frente a él. La luz era escasa, pero podía definir su silueta enmarcada sobre el camino. Ella bailaba de puntillas, girando sobre sí misma a la vez que sus brazos iban arriba y abajo dibujando suaves trayectorias. Su cabeza se inclinaba hacia las primeras estrellas, e imperceptiblemente se fue encogiendo hasta formar un círculo. Permaneció así unos segundos, tras ellos se estiró, consultó su reloj y se apresuró a recoger la mochilita del suelo. Antes de irse volvió a mirar a Carlos, se acercó y besó sus labios.

Él sintió el roce desde lejos, cubierto ya por la noche. Los ojos estaban tan irritados que no pudo darse cuenta. Sin embargo, ese beso fugaz le rescató del sueño que comenzaba a envolverle, los escalofríos volvieron a recorrer su inmovilidad y pareció como si una nueva savia circulase por sus arterias emplastadas. Volvió a concentrarse en el dedo corazón de su mano derecha, le pareció por un instante que se movía. Al principio una sola falange, uno dos uno dos, pero era un leve impulso para comenzar a tirar de todo su cuerpo. Quiso hacerlo ordenadamente, sin parar, para no dejar espacio a la angustia. Uno dos uno dos. Había olvidado todo, la carrera, los amigos, Cathy, la bailarina, su mente únicamente concentrada en un solo punto, el más avanzado, el dedo corazón se movía al completo hacia un lado y hacia otro. Todos sus músculos comenzaron a desentumecerse como una corriente viscosa y Carlos, en la oscuridad absoluta, volvió a moverse.

Le dolía el cuerpo como sin acabase de cruzar la meta de la maratón. Comenzó a caminar sin rumbo, y pronto se sintió más ligero. Probó a correr por el camino de tierra ahora que sus pasos le parecían distintos, y disfrutó de manera infantil con el avance del pie derecho y el izquierdo. Uno dos uno dos. Extrañamente el parque parecía no tener fin, pero a Carlos no le importó, quiso seguir corriendo con su recuperada vitalidad. En el horizonte, las luces de los rascacielos parpadearon como inciertas balizas sobre el firmamento. Carlos echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se imaginó sobre los poderosos brazos del puente de Verrazano al comienzo de una nueva carrera. Cuarenta mil corredores calientan a la espera del pistoletazo de salida; uno dos uno dos inspirar espirar. Carlos pudo visualizar el recorrido resumido en aquella imagen que tanto le fascinaba: la silueta de Manhattan insinuada con trazos de ceniza.


Pedro Rojano. Octubre 2012

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