LA BATALLA PERDIDA
La escogí sin que lo sospechara. Aunque pienso que en su fuero interno siempre supo que, entre todas, ella y nadie más que ella, era la elegida; que siempre había sido, mi más secreta debilidad. Desde siempre; desde los años primeros de mi vida consciente y adulta.
Desde que su pelo –de un color amarillo azafranado por el Sol– se metiera por la puerta secreta del deseo y del apetito más carnal e irrefrenable. Por esa insoportable frescura que irradiaba, por esa lozanía tan insultante cómo lujuriosa e imperecedera; por esa compañía que, sin saberlo, me dispensaba cada noche en la que estaba hambriento de ella y me saciaba breve y exiguamente.
Primero, la seduje con el tacto y con la caricia disimulada y la arranqué cuidadosamente del grupo para llevarla conmigo al sitio más cómodo y confortable de la estancia; y en la íntima soledad del apartado, la acerque a mi cara para, aspirando ese olor fuerte y sensual -cómo de azahar- que desprendía, sin quererlo, dejarme llevar al éxtasis rendido por sus encantos. La lleve a mis labios y dejé, con un beso, que su frescura me traspasara y me preparara para lo que había de venir.
La despojé de las vestiduras justas y convenientes; poco a poco, con un cierto trabajo, pues al principio no se dejaba. Al final –no sé si porque soy un pesado impenitente o porque mi insistencia no tiene rival– se dejó ir y me permitió, no sin sentirse falsamente ofendida, que entrase en su universo fresco, suave y terso. Limpio e intacto por ahora.
La abrí lentamente con la suave presión de mis dedos índice y anular (debía de dejar el corazón para el trabajo más arduo, cansado y placentero) y penetré en la húmeda cueva que me daba acceso al recinto del gusto, del sabor y del deleite.
La separé en dos gajos y penetrando en su hendidura, noté como mi dedo se mojaba hasta arrugarse y volverse blanco; y me llegaba ese olor que te abre el apetito más irreprimible y anhelado. Intolerable. Irresistible. Mi dedo estaba aprisionado; capturado dentro de ella. Se resistía; se resistía hasta que por fin, en una fina lluvia de líquido dulce y dorado, se rindió. Se deshizo y se derramó sobre mi mano rompiendo a llorar en una mezcla de sensaciones de gozo, placer y de batalla perdida. Y eso, la batalla perdida, me llevó a la convicción de que ya, por siempre, sería mía. Y que habitaría dentro de mí.
Entonces, comencé a devorarla poquito a poco a base de cuidadosos, deliciosos y exquisitos mordisquitos.
Así fue como gané la apuesta a toda mi familia, que estaba sentada en la mesa junto a mí, de que era capaz de pelar y comerme un mandarina con una solo mano en menos de dos minutos.Todos me aplaudieron a rabiar, y yo me sentí, ya te digo, orgulloso de mi habilidad, de mi capacidad y de mi inocencia.
¿A que si?
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