UNA FALTA DE APRECIACIÓN.
Era Edelmiro Rodríguez, un cretino amargado de la vida. Un tipo victima de su propia mala baba y también, de una indiscutible mala leche. No era de extrañar. Trabajaba en un oficio mal retribuido que no le reportaba ninguna satisfacción personal; permanecía soltero, pues no había mujer que soportara su carácter siempre agrio y avinagrado; además, olía mal. Apenas tenía amigos, y los que tenía, procuraban darle el esquinazo cada vez que el estúpido y cargante Edelmiro, trataba de apuntarse a cualquiera de sus reuniones. Por no tener, no tenía ni tan siquiera grupo de Whatsapp, porque nadie lo aceptaba. Era, lo que se dice, un fracasado social.
Todas estas circunstancias a la corta edad de treinta y cinco –no era aparentemente tonto y se daba cuenta–le hacían ser un sujeto infortunado y un desgraciado; una persona absolutamente infeliz perennemente ofendida con todo aquel que tuviese la desdicha de pasar cerca de su vida.
Pero aconteció que la suerte (que es osada y a veces irresponsable) se fijó en él. Y le regaló –sin pensar a quien le hacía el obsequio– la oportunidad de que se le apareciera (fíjense en el adecuado juego de palabra) el famoso y ladino Genio de la Lámpara Maravillosa.
Se le apareció Genio, como es pertinente, envuelto en humo y, tras el protocolo habitual y que me ahorro, le concedió, por eso de la crisis, un solo deseo.
–Uno sólo, Edelmiro; que está la cosa muy mala.
Edelmiro se lo pensó y repensó. No quería bienes materiales. ¿Para qué? si no tenía con quien disfrutarlos. ¿Dinero? pues más o menos; su triste y apocada vida le salía barata. ¿Amor? ¡¡¡Anda y que se jodan!!! Así que pensó en que lo que más le satisfaría sería gastar una broma pesada para hacérselo pasar mal a aquellos que lo despreciaban que eran –él lo sabía– muchísimos. De esa manera, podría reírse de ellos a mandíbula batiente durante un rato. Puro placer en su desdicha.
Así que le dijo a Genio…
– ¡Vale! ¡Ya lo tengo!
– Dime amo, le contestó este.
– Quiero que mañana durante un par de horas (tampoco quería ser demasiado cruel) a eso de las ocho y media de la tarde, a todo el mundo le desaparezcan de su cuerpo cualquier tipo de prótesis que lleven. Todo lo que no viniera de serie en el ser humano al nacer.
Pensaba hincharse de reír, sentado cómodamente en el Café Central –y mientras se tomaba un café con los preceptivos tres churritos– reírse de lo lindo viendo cómo la gente no daba crédito a lo que le estaba sucediendo.
Genio puso cara rara. No podía negarse; su palabra era ley y le era imposible negar cualquier petición por extraña que fuera.
– Sea! Contestó; y contrariado, desapareció tremendamente preocupado.
Al día siguiente, Edelmiro se fue tranquilamente paseando por calle Larios con tiempo suficiente para coger una buena mesa y esperar a ver si Genio cumplía la palabra dada. Pidió –desabridamente, pues no podía evitar ser desagradable– un café mitad descafeinado con leche descremada y sacarina (no podía ser de otra manera) y los tres churritos de rigor. Un botellín de agua fría le serviría para justificar las dos horas que pensaba tirarse sentado y riendo en el Café Central.
Justo a las ocho de la tarde, estaba el impresentable ya sentado con unos paquetes de pañuelos de papel para secarse las lágrimas de risa que, con toda seguridad, les serían necesarios.
Café Central. Plaza de la Constitución. Málaga. 20:30 horas. En punto.
Las señoras mayores que estaban sentadas a su lado, empezaron a gritar alocadamente viendo cómo el chocolate ardiente que estaban tomando caía a chorreones desde sus bocas desdentadas. Las chicas treintañeras de dos mesas más allá, observaron con estupor cómo las tetas se descolgaban una cuarta –libres de las prótesis de silicona–sobre sus otra vez voluminosas barrigas que volvían a tener el tamaño de antes de la liposucción.
Edelmiro reía a carcajadas sin poder contener las lágrimas. Menos mal que había previsto su abastecimiento de pañuelos. No podía contenerse… Los caballeros caían sin el apoyo de sus bastones y sillas de ruedas. Abuelas que también caían, al desaparecer las prótesis de caderas. Señores calvos despojados de sus peluquines, niñatos sin rastro de depilación y las orejas vencidas sin esos piercings dilatadores; las mujeres, desamparadas por el láser, lucían horrendos bigotones y piernas y axilas con abundante bello. El abandono de los tintes en el pelo, propiciaban un incontable número de canosos… Edelmiro no paraba de reír. Desaforadamente se tronchaba viendo el ridículo general .
Poco antes de las 22:30, decidió retirarse y dirigirse a su casa antes de alguien cayese en la cuenta de sus risas y de su actitud despectiva. Ya estaba bien.
No se sabe si por la abundancia de lágrimas o por distracción, no se fijó en que algunas de las personas caídas ni se levantaban ni se movían.
Llegó a casa, se puso cómodo (hoy no tocaba ducha semanal) se preparó un bocadillo y un botellín de Mahou y se sentó en el sofá para ver la tele. Se lo había pasado muy bien. Se había divertido un huevo. Sintonizó un canal cualquiera y vio que había un avance de noticias. Sin prestarle atención cambió de cadena. Emitían otro informativo. Pulsó de nuevo el botón y más noticias. Ya esto le extraño. Pulsó la 1 y estaban informando de millones de extrañas muertes acontecidas esa misma tarde en todo el planeta; entre las 20:30 y las 22:30.
Millones de personas a las que se les habían parado sus marcapasos. Conductores de trenes, pilotos de aviones que dejaban sin control esos medios de transportes y provocaban terribles accidentes… Peatones atropellados a causa de su sordera o caídos en medio de las calles al fallarles las piernas ortopédicas. Los trasplantados y los ancianos alojados en residencias fallecidos se contabilizaban en cientos de miles. El caos era total. Nadie sabía que podría haber pasado.
Aturdido y asustado, llamó a casa de sus padres temiéndose lo peor. Al teléfono, le comunicaron –iban a llamarlo en ese momento– que su madre había fallecido debido a un fallo cardíaco.
Loco de dolor, gritó a Genio desgañitándose reclamando su presencia para recriminarle su excesivo celo.
Al aparecérsele, le pregunto el porqué de la nefasta magnitud del deseo concedido.
– Me pediste que «A TODO EL MUNDO» le desaparecieran las prótesis e implantes de sus cuerpos. Todo lo que no viniese de serie en el ser humano al nacer, añadiste. Y yo, amo, yo nunca discuto un deseo. Si no… ¿Qué clase de genio sería?
– Lo siento mucho, Edelmiro, pero me temo, que has tenido una falta de apreciación.
Todas las imágenes que ilustran esta entrada, son obras de Eric Lacombe.
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Magníficas las imágenes de lacombe y magnífico el artículo, cuento,…., todo me trae a lo real del momento. Hoy los Edelmiros son los amos del mundo y es lo que están provocando. ¡Lo que nos queda por ver!. Y menos mal que el mundo no es sólo occidente, man que les pese.
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Muchas gracias, primo.Tu opinión me es muy válida
Un beso.
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Álvaro, Vaya tela el Edelmiro. Habría que preguntarte, ¿el Edelmiro no tenia implante alguno? pues debería saber que todas las venganzas tienen efectos colaterales.
Yo le hubiera pedido al Genio otra cosa, sin pasarme, como le pasó a aquel vasco que tenia en casa un genio que solo hablaba euskera y entendía regular el castellano. ¿Sabes que le pasó? te cuento.
Marchaban Patxi e Iñaki con premura
a pescar a la ría del Nervión
pero Patxi transporta esta ocasión
una boya de un metro de largura.
“¡Cagoendiez -dijo Iñaki- ¡Gran señuelo!»
«Pues si -dijo Patxi- es muy importante
ya que sople el Poniente o el Levante
nunca pierdes de vista los anzuelos.” ….
«La pedí a un genio vasco con txapela
que todo lo consigue muy sencillo.
Lo tengo en una caja de Pandora»…
«¿Qué deseas? y lo pido sin demora»…
“Pues pide para mi, miles de pelas,
que quiero tener pelas a porrillo”.
Volvió a casa y la vio llena de velas
y a Iñaki le atacó una paranoia.
Llamó a Patxi y le gritó. ¡¡¡ TE DIJE PELAS!!!.
¿Y tú te crees que yo pedí una boya?.
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