ANDRÉS MÉRIDA.
UN RATITO EN EL TEMPLO.
***
EL DESPERTAR.
Me desperté temprano, como habitúo, con la sana pretensión de empezar a disfrutar ese mágico día -que desafortunadamente, sólo llega cada siete- llamado Sábado. Tengo por costumbre -lo sé es adicción- la de mirar mi móvil sin haberme levantado aún, para ponerme al día de lo acontecido en las redes sociales y en mi buzón de correo electrónico. Vuelvo a reconocerlo, una autentica paranoia.
Al abrir Facebook, lo primero que encontré fue un cuadro de Andrés Mérida que regalaba a Emilio Betés (al que conocí después) a la sazón Hermano Mayor de la Cofradía del Sepulcro. La envidia, que es compañera perversa e indeseada, llamó a mi puerta; y si poderlo remediar, la dejé entrar para, obligado por la pérfida, escribir un mensaje privado al pintor para rogarle otra vez que me hiciese un dibujo para insertarlo en mi blog.
Lo que sucedió esa mañana, lo cuento ahora a continuación:
UNA INVITACIÓN INESPERADA.
Todo transcurrió en tres brevísimos minutos. En el primero de ellos, Andrés ya me había invitado por mensaje a visitar su estudio. En ese mismo tramo de tiempo, empezando el segundo minuto, nos habíamos dado los teléfonos; y terminando el minuto postrero, Andrés, llamándome -y de viva voz -requería mi presencia allí para… “Un ratito, hombre! Un ratito sólo!” Cooooonessss, añadió. Y quedamos.
Para allá me fui. Dispuesto a pasar un ratito en «El Templo»
UN RATITO DE CUATRO HORAS.
Un parco desayuno, una ducha rapidísima, y un acelerado trayecto al compás de mi pulso entre los dos montes que separan nuestros domicilios -ponle otros diez minutos más- es lo que tardé en llegar a la casa de Andrés. Éste, salió a recibirme, y en cuanto me vio, me abrazó como si nos hubiésemos abrazado mil veces en mil noches de correrías brindando por Málaga en los bares del común Rambla. Desde ese mismo momento supe que existía la “amistad a primera vista” Desde ese primer instante, supo Andrés Mérida -mi más apreciado y respetado pintor- hacerme sentir cómodo y relajado. Yo, también a él, porqué no decirlo.
Entramos. Huelga decir -pues ya lo he dicho repetidísimas veces- que admiro la obra de Andrés Mérida hasta más allá de lo permisible. Desde la primera vez que vi sus pinturas, supe que daría mi oreja izquierda porque alguna de ellas colgase en alguna pared de mi casa. Entiéndase que la oreja derecha, ya se sabe, la guardo en exclusiva y a buen recaudo, por si algún tengo posibilidad de un Van Gogh de Don Vicente.
EN EL TEMPLO.
El estudio de Andrés, “El Templo” como a mi me gusta llamarlo, es un lugar soleado. Tan soleado que el pintor usa una domótica mampara de cartón portátil marca Acme para protegerse del inclemente sol del medio día. Ese que le produce sombras y luz sobre el lienzo en el que está trabajando.
Una primera mirada mía, se posa sobre algunos trabajos que yo -acostumbrado a contemplar su obra incansable e impenitentemente- reconozco al instante. Aunque la mayoría de sus cuadros -que yo guardo en el cajón con la letra M de mi memoria- ya descansan colgados en las otras paredes de sus afortunados compradores que Alá confunda. ¿Veis por que decía lo de la envidia?
Andrés me recibe, ya te digo, con una amplia sonrisa y una cortesía y familiaridad inesperada. Me hace, felizmente, sentirme en mi propia casa; cosa que, por otro lado, no deja de repetirme. Me pasa al salón, a la cocina para iniciar el rito de la cervecita, y por fin -por ahora- volvemos al estudio.
A la primera hora de estancia, me quito la chaqueta y la cuelgo del caballete de su estudió. Ahí! Ahí estamos! Me dice el pintor. Eso es hacer las cosas bien!!
No se anda por las ramas el amigo pintor, el Maestro Mérida; porque nada más llegar ya me había enseñado cual iba a ser el regalo que me tenia preparado; debidamente firmado y dedicado “ A mi amigo Álvaro”. Se me abría boca de par en par.
Este es el primero! Ahora te voy a regalar más! Se me abre, otra vez de par en par la boca, que, anteriormente, ya estaba abierta de par en par. Cuatro veces par. Es decir ocho. A partir de ahí, y adobada por continuos regalos (hasta cinco) empieza una lección magistral que pasa -en una fluida e interesantísima conversación- por Antonio Saura y Pollock. Por Picasso y Norman Rockwell. Por Romero de Torres y Vincent Van Gogh. Por la religión, por la política, por el toreo y los flamencos.… Todo esto aderezado con vistazos a libros increíbles que el pintor dispone y que complementan a su palabra y al mar de risas que nos ocupa.
El suelo de su estudio no es testigo mudo de sus quereres y quehaceres. Lleno de palmas de las manos pintadas de sus amigos y familiares, que escoltan -como no podía ser mejor manera- a la suya propia amparada por las de sus padres.
En un momento dado, mientras hablábamos de sus técnicas pictóricas (me enseñó trabajos hechos con cera, con sándalos, con ceniza) se sentó en su escritorio, puso a su adorado Enrique Morente en volumen alto, y vigilado de cerca por éste que suscribe -pero sin decir ni una sola palabra- armado de sus dedos y ceniza, empezó a dibujarme un verdialero que ya guardo con un enorme cariño y regocijo. Con ese sentimiento que te proporciona el que el dibujo que está realizando -irrepetible y sólo para ti- lo está haciendo ¡fíjate que tontería! usando la ceniza que yo también había producido poco antes gorroneándole su tabaco. Era mío pues, su dibujo, por doble motivo.
Una tontería, pero a mi me gusta pensarlo así.
Cuatro horas duró el ratito. Cuatro horas llenas de amabilidad y de cortesía; de sencillez y simpatía. De afinidad. Durante ese “corto ratito” (así me lo pareció a mí) me regaló – además del primero- un precioso y colorido torero afanado en un pase de pecho (2011) que, cómo es así de generoso, se lo dedicó y firmó para a mi mujer: “Para Nini. Con un pincel y el corazón” Es pá quererlo o no?
Después, vinieron dos maravillas fechadas en 2012 y dibujadas en Acapulco de donde acababa de llegar de exponer. Unos inconmensurable tesoros, todos ellos, que dentro de nada figurarán, unos en mi Muro de los Afectos, y otros, en lugares principales del salón de mi casa. Todos estos trabajos están, nerviosos y asustados, a la espera de la insufrible tortura que les procurará la asfixia del enmarcado.
LA LOCA DE LA HORMIGA.
Un día, me cuenta Andrés, pisó sin querer, una hormiga, De esa negras y cabezonas. A Andrés -que es como es- le entristeció mucho el haberle quitado la vida al imprudente bicho.
Entonces, tomando entre sus dedos los restos aplastados , los pegó en el ojo de una loca que estaba pintando en aquel momento. Y así, por una inesperada simbiosis, la hormiga recobró la vida en el lienzo, y pasará a la posteridad ignorando que su tumba de óleo y color será visitada mil veces más que cualquiera de sus congéneres del hormiguero hubiesen imaginado.
Ella, quid pro quo, también le proporcionó al cuadro, la precisa y preciosa dosis de vida con un ADN también inesperado.
Así nació, La Loca de la Hormiga. Una bonita historia que demuestra la sensibilidad del Maestro.
Yo espero, que esta primera, no sea la ultima vez que pueda estar con Andrés Mérida compartiendo algún espirituoso de las Tierras Altas del Norte. Aún sin obsequios ni agasajos, aún sin prebendas inesperadas. Sin ningún ánimo de recaudación por mi parte; porque el mejor regalo que se puede tener de él, lo mejor que me puede volver a dar, es que gaste su precioso tiempo compartiéndolo conmigo. Con esa amabilidad sin límite y tan sincera. Con esa generosidad inobjetable.
Un fortísimo abrazo. Amigo.
(*) Nota: Todas las ilustraciones que aparecen en esta entrada -a excepción de «La Loca de la Hormiga» y el detalle de su ojo, son regalos que Andrés Mérida tuvo a bien hacerme para procurarme algo cercano a la felicidad.
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Que bonito!!!!, yo tambien tengo envidia sana de no tener un «Merida» colgado enmis paredes
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Cada día me alegra más tener amigos tan geniales. Gracias, Andrés, por ser tan artista. Y gracias, Álvaro, por enseñarnos siempre el lado hermoso de las cosas. Besos y abrazos para los dos, o sea, a pares.
Os quiero.
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