LA CAJA DE HERRAMIENTAS.
“Heaven, Heaven is a place, place where nothing, nothing ever happens.” David Byrne.Parafraseando a David Byrne -ex líder de Talking Heads- una caja de herramientas es un lugar donde nunca encuentras nada. (Y menos lo que necesitas).
Mi querido amigo Inuit me sugiere, desde el retiro de su iglú, referencia escrita hacia las cajas de herramientas; pues él anda moderadamente desesperado con la instalación de un ventilador de techo. Que, por cierto, no se que cohoness hace montando un ventilador en un iglú a menos que quiera morir o congelado o decapitado. Pero en fin, ¿Que se puede esperar de un pueblo en que la mayor muestra de afecto consiste en restregarse los hocicos?
Vayamos al lío.
Reminiscenciando -que es un palabro que me acabo de inventar- la caja de herramientas, concluyo, es el símbolo indiscutible del “homínido apañatis”. El actual manitas.
No sé por qué extraña e injusta razón, se le achaca al hombre la destreza sin igual y sin parangón en cuanto a la perfecta realización de chapuzas, arreglos y/o reparaciones caseras. Debe de ser por los atributos que le cuelgan, o por la injusta, irrazonable e improcedente inoperancia que se les supone a las que también, con el tiempo, les cuelgan cosas, pero más arriba.
Pongamos por caso a mí y a mi familia, porque no hay mejor empatía que la propia de uno.
La hembra; la hermana mayor; con decir que ésta creía (es rigurosamente cierto) que un albarán era una lámpara, está dicho todo. No tenía caja de herramientas alguna. Tampoco de costura. Sí de bombones.
Después viene otro hermano que piensa que todo es solucionable a base de pegamentos (también es cierto que dispone de una absoluta predisposición al taladro y a los tacos de mil colores y tamaños, pero lo suyo es el pegunte). Siempre tiene a mano un tubo de pegamento; con ese último invento que es el llamado “No más clavos” llega al paroxismo del gozo y al orgasmo bricolajero. Su caja de herramientas, es un enorme e inabarcable muestrario de tubos, tarros y botes de colas, gomas y adhesivos, que le procuran un placentero viaje lisérgico cada vez que abre el armario que los contiene.
Tenía otro hermano, que hoy habita en el desolado páramo de la indiferencia, que era como muy preparado y metódico. Muy así.
Disponía siempre -para la chapuza en cuestión- las herramientas a utilizar en perfecta formación, estructura y colocación; -por material, tamaños y orden de utilización- junto a la escalerita que le procuraba la altura justa: siempre el boquete a la altura de los ojos; y como es natural para mente tan abyecta, no podía faltar el sempiterno trapito que le proporcionaba la limpieza, pulcritud e higienización que tanto escasea en este mundo de manitas y apañaos.
Su caja de herramientas fue tomada como modelo por la Nasa por detentar la mayor proporción número/espacio para el mejor aprovechamiento de objetos destinados a reparar el Transbordador Espacial STS 135, si se diese el caso.
Bueno… Y después…Después estaba yo.
Yo. Estaba yo.
Tenía mi amada madre dos frases pertinentes, convenientes y oportunas, destinadas hacia mi persona en cuanto me mandaba -por poner el mismo ejemplo- de colgarle un cuadro que se había descolgado por motivo imprevisto y harto desconocido. Misterios inesperados de las casas humanas.
Esas dos frases (Preguntas en realidad) que me definían perfectamente en cuanto a mi destreza en el uso y manejo de las herramientas, eran:
- ¿Se puede ser más inútil?
- ¿Pero cómo se puede clavar una alcayata con una mano metida en el bolsillo?
Tal y cómo te lo digo, Rodrigo!
Algo tremendamente descorazonador -esos comentarios críticos- para mi, porque lo que es uno, le dispensaba a la chapuza el interés justo y necesario. Aunque debo de reconocerlo, en mi caso, alcanzaba -ese interés- altísimas cotas de absoluta ineficacia e incompetencia.
Pero hete aquí, que un día me caso. Con mi Santa. Y es a partir de ese momento, y por mor de un suegro súper eficiente y apañao -el “Abuelo Tornillo”, le llamábamos los pérfidos yernos- que no tengo mas cohoness que ponerme las pilas y aprender “grosso modo” el arte del arreglo, la restauración, la reforma, la reconstrucción, y el saneamiento integral en todas sus formas, procedimientos, modos y maneras. Una puta e inesperada monería.
Primer e imprescindible paso: Hacerme con una caja de herramientas; y a ello me puse: cogiendo un poco del orden del ausente, y de la buena intención del adicto al pegamento, me hice con una pesadísima caja metálica de herramientas de dos pisos, la cual atiborré hasta el vómito de artilugios, trastos y artefactos; amén de multitud de cajitas conteniendo tacos, tornillos, clavos y alcayatas, que me confería -todo el contenido y la caja- un aspecto entre Mario Bros y un componente de los Village People versión cañí. Pesaba más que zu puta madre. La caja digo.
Tal destreza e imaginación tenía el “Abuelo Tornillo” que disponía en cada una de las estanterías de madera de su taller de cantidad de tapas de tarro clavadas en la parte inferior de cada una de estas tablas; de modo que, para almacenar la pequeña ferretería, solo tenía que enroscar cada tarro en su tapa correspondiente y estos quedaban colgados, a modo de jardín vertical, a la Frank Lloyd Wright manera
Recuerdo con estupor, y a modo de anécdota, como mis suegros se presentaron de súbito en mi casa a la cruel e intempestiva hora de las tres de la tarde de un sábado, para amablemente y una vez sacados de la siesta a golpe de timbrazos, instalarnos una encimera en la cocina. Mientras Santa y su madre Carmelita “La abuela Arandela” charlaban animadamente en el salón, yo, siguiendo órdenes e instrucciones del “Tornillo”, me metía a duras penas y refunfuñando para mis adentros -tal si fuese el escapista Houdini- debajo del hueco del fregadero para apretar una maldita y puta tubería de PVC que Thor Dios del Martillo y patrón de los fontaneros, maldiga para siempre y ahogue en silicona.
Tuvieron, para sacarme, que rescatarme a tirones mi suegra, mi suegro, mi mujer, mi incipiente hija, y nuestra perra Olivia; y a base de jalones, sacarme del infame escondrijo en el que me había metido; todo eso, en un mar de gritos y lamentos producidos por mil calambres que me torturaban tan cruel como insistentemente.
Después de aquel episodio -nada más irse mis suegros, tres o cuatro horas más tarde- arrojé la caja de herramientas desde el balcón de mi casa (16 pisos de altura) hasta un derribo situado justo abajo del edificio al grito de ¡Que te jodan, puta! Y me fui dolorido y atormentado, a acostarme en la cama con la sola, triste e indiferente compañía de dos Ibuprofenos y un Espidifén.
Málaga. Circa 1984
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