
Con amor,
desde el lado oscuro
de la luna
En España han desaparecido muchas cosas bonitas en los últimos años
y la Costa del Sol está irreconocible por las barbaries urbanísticas.
Pero, como decía Gerald Brenan, sigue siendo
“Una nación de 35 millones de reyes”
John J. Healey
Sé que soy muy recurrente con el pasado. Y eso, se puede confundir a veces con nostalgia. No es que crea que la nostalgia sea mala; en dosis razonables, no lo es. Es más creo que es buena para el espíritu y para la mente. Para que sirva -la pequeña dosis- de patrón comparativo con lo que nos acontece en la actualidad. Aunque, debo de darle la razón a John J. Healey en el articulo que me recomienda -y leo con interés- mi Maestro y amigo Rafael de la Fuente (“El pino caído ya no está en Málaga”) que dice:
“A medida que uno se hace viejo —salvo en el caso de que se hayan vivido unas circunstancias verdaderamente horribles—, tiende a idealizar el pasado”.
Tiendo yo -haciendo a lo mejor, un exagerado uso de esa dosis de nostalgia- a quejarme en exceso de la actual Costa del Sol. Quizás porque añoro aquella Costa que viví de niño. Esta que ahora veo -a través del prisma del tiempo transcurrido entre aquella lejana niñez y esta edad adulta que me observo- que no es que los tiempos hayan cambiado mucho, que sí; sino porque los intereses envilecidos de algunos especuladores -de dentro y fuera de nuestras fronteras- han desposeído a esta tierra de unas raíces y principios que ya -muy a pesar nuestro- serán irrecuperables. No voy a hablar otra vez de mis meriendas en el Hotel Artola o Los Monteros. No lo voy a hacer tampoco de los encantadores Hoteles San Antonio y Amaragua de la Carihuela. Tampoco -no temáis- de aquellos Álamos y del Restaurante Frutos. Ya lo he hecho en este blog alguna que otra vez, y las viejas heridas, no hay porqué abrirlas continuamente. Porque se infectan.

Pero si tengo que decir, que la hostelería en este momento de crisis y otras circunstancias inevitables, los empresarios, los dueños de hoteles, están cambiando -seguro que por necesidad y mera subsistencia- la calidad y el buen servicio para, en una no me atrevería decir incruenta guerra de precios, bajarlos de una forma casi suicida a sus proveedores; aún a costa de ofrecer una servicios mermados y nada cualificados a sus clientes. Y ya no digo más que me alargo y no soy yo el que debe de hablar en este artículo. Pero sé de lo que hablo y algún día lo haré.
A través del periodista Domi del Postigo, me llega nuevo y soberbio artículo del Maestro de Maestros, y querido amigo, Rafael de la Fuente. Y no puedo contener la tentación de publicarlo en este blog, donde el admirado amigo dispone de suite propia con vistas y desayuno continental incluido desde hace ya mucho tiempo. Más que nada, por lo que le reporta a éste sitio de categoría y distinción. De estilo y diferenciación.
Este es el artículo. Leedlo que no tiene desperdicio. Es buenísimo. Te asoma a la historia primera de un Torremolinos todavía no oculto entre mamotretos urbanísticos, aunque debo de conceder, que últimamente, está mucho mas bonito y cuidado que hace unos cuantos años. Todo hay que decirlo.
El Artículo:

Con amor, desde el lado oscuro de la luna
Rafael de la Fuente
“The wonderful thing about Spain is that it is so Spanish”
(Lo maravilloso de España es que sea tan española).
Esta declaración de amor se publicó en los años treinta en un artículo (Spain again) en Vogue, la legendaria revista británica. Se la debemos a Harold Waldo Yoxall, un ilustre escritor y enólogo inglés. Obviamente era un observador original e inteligente, fascinado por España, «ese extraño y bello país», a la que consideraba infinitamente más interesante que los otros países europeos.
Terminé la lectura de las últimas líneas del reciente artículo de John J. Healey (El País, 11 de mayo) con auténtico pesar. Me pareció demasiado corto. «El pino caído ya no está en Málaga» no solo era un ensayo prodigioso, perfecto, sobre muchas cosas que nuestros amigos de otros países siguen llevando en el corazón. Es ese texto una luminosa elegía ofrecida por el autor a la España que conoció. Escrita con amor y respeto y –¿por qué no?– con algún que otro brote de irritación, templado por el afecto y la complicidad. Creo que ese artículo no ha dejado a ninguno de sus lectores españoles indiferente. Y ha sido bueno que así sea.

Mientras lo leía, me vino a la memoria el texto de otro escritor, también norteamericano, James Michener, en Iberia. En aquel libro maravilloso, publicado por Random House el 6 de mayo de 1968, hay una introducción a la realidad de España entendida como una poderosa experiencia vital para los lectores norteamericanos. Que queda prendida en la misma red de finas mallas que acoge el artículo admirable de John Healey. Especialmente cuando en las primeras páginas de Iberia nos relata Michener su llegada a bordo de un viejo carguero escocés a un lugar del litoral cercano a Burriana, en tierras de Castellón. Allí fondearon para recoger un cargamento de naranjas destinado a las fábricas de mermelada de Dundee. Supongo que sería en la playa de El Arenal. Es un inicio homérico para un libro obsesionado por España. Y sin duda un buen comienzo aquel friso en el que los bueyes pugnan con las olas para acercar aquellas frutas doradas al mugriento carguero, guiados por unos hombres curtidos por la mar y el sol, mitad faunos, mitad centauros.

John Healey se imaginaba que el pino tumbado por los vientos de su artículo le daba la bienvenida desde las montañas cercanas cada vez que su avión aterrizaba en el aeropuerto de Málaga. Para Michener, aquellos hombres de Burriana también lanzaban un mensaje, mientras llevaban las naranjas de sus campos a aquella embarcación. Como los que hacen una ofrenda sagrada en el altar de viejos dioses medio olvidados. La ausencia de un puerto les obligaba a utilizar sistemas que aprendieron hace muchos siglos de los romanos, sus antiguos amos. Los que llegaron desde su otra península a la no siempre dócil colonia, la correosa Iberia. Con el nuevo idioma de los conquistadores latinos, el que fue pariendo con el paso del tiempo las palabras con las que estoy escribiendo.
No muy lejos del pino caído de John Healey hay un lugar donde se encontraron huellas de un asentamiento de los tiempos de los romanos, además de otras cosas. Era evidente la presencia de algo mágico en aquel promontorio marino de la costa malagueña, al que llamaban los cartógrafos decimonónicos la Punta de la Torre de los Molinos. Separaba aquella elevación rocosa las dos playas de Torremolinos. La del Bajondillo y la de La Carihuela. Para mejor defensa de la estratégica bahía de Málaga, la Corona otorgó escritura el 18 de mayo de 1763 autorizando allí la construcción de un castillo con batería de costa. Serviría la fortaleza para proteger las marinas de levante y poniente contra el ataque de naves enemigas. Se dispuso que el fuerte tendría seis cañones de 24 libras, con cuarteles para caballería e infantería, viviendas, capilla y almacenes. Era un edificio singularmente atractivo, en el que su función militar aparecía bastante desdibujada.

La fortaleza fue abandonada cuando el progreso de la ciencia militar la hizo irrelevante. En 1898 la compró –con la finca aledaña de Santa Clara, propiedad de doña Luisa Darrién–un militar retirado inglés. El comandante George Langworthy, de los Dragoon Guards de la caballería colonial británica en la India del British Raj. El comandante Langworthy era un «gentleman» bondadoso y de profundas convicciones religiosas. Era obvio que tenía un excelente buen gusto, además de modales impecables. Y por encima de todo deseaba complacer a su bella y joven esposa, Annie Margaret.
Ambos se sentían muy felices en España. Y por supuesto estaban convencidos de que su Santa Clara (así se llamaba la finca) se podría convertir en una de las residencias más bellas y acogedoras del Mediterráneo. Por supuesto, Torremolinos y Andalucía eran más exóticos que el sur de Francia o las costas de Italia. Y además todo era allí más barato. Los nativos eran algo ruidosos, pero muy amables, honestos y siempre parecían estar de buen humor. A los Langworthy les fascinaba que la gente más humilde de aquellos parajes tuviera un sentido tan elegante de su propia dignidad. Y además aprendían rápidamente.

Crearon los Langworthy un hermoso jardín subtropical, muy mediterráneo, alrededor de su nueva residencia. Fue aquella casa un elegante ejemplo de buena arquitectura colonial inglesa. De amplias verandas y espaciosas y frescas habitaciones, muy apropiada para climas cálidos y preparada para protegerles a ellos y a sus invitados de la presencia de curiosos o visitantes inoportunos.
El recinto de la vieja fortaleza se dejó respetuosamente como una reliquia pintoresca, sin ningún uso concreto. En las dependencias que rodeaban el patio de armas se guardaban todo tipo de cachivaches. Además allí tenían sus aposentos los perros, los caballos y los dos automóviles de la casa. Con muy buen criterio, mandó George Langworthy que se construyeran caminos ajardinados para bajar cómodamente hasta ambas playas o incluso hasta el final del acantilado, donde rompía el oleaje. Un día decidieron Annie Margaret y George Langworthy levantar también unos pequeños pabellones o templetes roqueros en ese camino que bajaba al mar. Recintos para la lectura solitaria o para otear el horizonte, donde los anfitriones podían también tomar el té o el aperitivo con sus invitados. Y donde el buen gusto de los Langworthy parecía haber querido incluir la bahía malagueña, cercada por interminables cadenas de montañas, de tonalidades cambiantes, dominadas por las nieves eternas de la Sierra Nevada granadina.

Como no podía ser menos con unos anfitriones en estado de gracia, se esperaba de los amigos venidos desde la lejana Inglaterra que se quedaran varias semanas en aquel paraíso. Donde además la presencia tranquilizadora de Gibraltar les servía como el lugar donde podrían obtener cómodamente todo lo que la civilización ofrecía a los súbditos acaudalados de Su Majestad Británica. Además la cercanía de un enclave del Imperio bien podría representar una garantía de seguridad en el poco probable caso de disturbios y revueltas de los nativos.
En 1909 el matrimonio Langworthy estuvo en Egipto, en el otro extremo del Mediterráneo. Fue un viaje maravilloso. A finales de junio de 1912 se terminaron las obras de la última ampliación de la casa principal. Los albañiles y carpinteros locales habían hecho un excelente trabajo. Igual que los fontaneros y otros oficios menores. Los Langworthy expresaron su satisfacción con especial generosidad. La vida discurría para los dichosos residentes de Santa Clara como una sucesión de armoniosos y plácidos ritos. Que podían ser también una elegante representación teatral en un decorado siempre perfecto. Sin sobresaltos ni sorpresas.

Pero un día para el comandante George Langworthy el cristal que protegía aquel paraíso saltó en mil pedazos, roto para siempre. El 28 de enero de 1913 falleció Annie Margaret, víctima de una neumonía. Dispuso el viudo que su esposa fuese enterrada junto a la entrada de la capilla de San Jorge en el Cementerio Inglés de Málaga. Y reservó junto a ella el espacio para el día en que le llegara a él la muerte, esa vieja e imprevisible amiga. En la lápida podemos leer: «In loving memory of Annie Margaret. The dearly loved wife of Major George Langworthy of Santa Clara, Torremolinos» (En el recuerdo lleno de amor de Annie Margaret. La muy amada esposa del comandante George Langworthy de Santa Clara, Torremolinos).
Nada fue lo mismo después de la muerte de ella. El comandante cayó en una profunda depresión. Hasta cierto punto fue un descanso en medio del dolor cuando en plena Primera Guerra Mundial las autoridades militares británicas le aceptaron como oficial voluntario. Fue destinado al frente occidental. En las trincheras encontró consuelo en sus inquietudes religiosas, cada vez más intensas. Con el tiempo se convirtió en una especie de misionero. Con el apasionado objetivo de llevar a los nativos las enseñanzas de la evangelista norteamericana Mary Baker Eddy.

Después del cataclismo de la bolsa de Wall Street y la Gran Depresión que siguió, las cosas no iban muy bien para las finanzas del ascético y desconsolado comandante Langworthy. Sus amigos le aconsejaron a principios de 1930 que convirtiera su casa y la fortaleza en un hotel. Así fue. Encontró un eficaz director de hotel norteamericano, Mark Hawker. Lo llamaron el Hotel Santa Clara. Pero los lugareños siempre se referían a él como El Castillo del Inglés. Así nació el que podría ser hoy uno de los hoteles más irresistibles del Mediterráneo.
Entre sus primeros huéspedes estuvieron Salvador Dalí, Gala y Luis Cernuda, además de lo más florido de la nobleza británica. Gracias a aquel espartano y curioso hotel, donde la mayoría de las habitaciones no tenían cuarto de baño privado, y su emplazamiento bellísimo, el nombre de Torremolinos empezó a sonar en los salones más distinguidos de Europa. Se contaban anécdotas maravillosas de los miembros de la nobleza esperando en el patio de armas de la antigua fortaleza su turno para usar las cabinas de ducha comunes. Eso sí. Estrictamente separadas las de las señoras y los caballeros, aunque fuesen parejas unidas en sólida coyunda por la bendición del Arzobispo de Canterbury, Primado de la Iglesia de Inglaterra.

Fue aquello el comienzo del lanzamiento turístico de las costas del sur de España, flamante fenómeno limitado hasta entonces a las grandes ciudades históricas de Andalucía. Nuestra guerra civil y después la Segunda Guerra Mundial impusieron un paréntesis de diez años. En 1957 fui admitido en el Santa Clara como recepcionista, botones y bodeguero. Tenía 16 años. Fui muy, muy afortunado. No solo por encontrar en aquel hotel mágico una biblioteca deslumbrante, en la que el nuevo director, Fred Saunders, nos permitía al personal entrar en horas determinadas. Además, para colmo de las perfecciones, la alemana Frau Wilma, la jefa de cocina, practicaba una generosa cocina muy sabrosa, tanto para los clientes como para los empleados. Algo de agradecer en aquellos años durísimos. Era evidente que el hotel provocaba potentes pasiones. Lo comprendí cuando vi en los ojos de una jovencísima y aparentemente frágil Brigitte Bardot la tristeza y la desilusión por no poder obtener alojamiento en aquel hotel tan peculiar del que tanto le habían hablado. Lo que lamentaré hasta el final de mis días. Pero obtener una habitación en el Santa Clara, donde las listas de espera eran interminables, no era entonces empresa fácil.

George Langworthy falleció el 30 de abril de 1946 con 83 años de edad. El pueblo se echó a la calle para llorar su pérdida. Le nombraron por aclamación popular Hijo Predilecto de Torremolinos. Fue un buen hombre que se sintió en España mejor que en su propia casa. En cuanto a nosotros, una vez más el pueblo supo ver más lejos que sus propias y a veces inquietantes élites rectoras. En el Cementerio Inglés de Málaga reposan los restos mortales del comandante George Langworthy, junto a su esposa, Annie Margaret. En la lápida podemos leer: «RIP. Su servidumbre no lo olvida». En realidad sus empleados españoles fueron al final de su vida su única y muy querida familia.
Se lamentaba John Healey en su artículo de que durante los últimos 43 años había visto desaparecer demasiadas cosa bonitas que nunca volverán. «El pino caído ya no está. Málaga y la Costa del Sol, arruinadas por la codicia y los proyectos urbanísticos alimentados de esteroides, están irreconocibles. Pero hay otras cosas que sobreviven y me hacen volver». Es verdad y además tiene razón. Hay otras cosas que sobreviven y que nos harán volver. A unos y a otros. Pero el viejo Hotel Santa Clara, el Castillo del Inglés, ya no existe. Tampoco existen los caminos roqueros que llevaban a los Langworthy y a sus invitados hasta el mar.

Ni aquel jardín encantado. Y han desaparecido los vestigios de aquel asentamiento romano. Todo fue laminado y barrido de la faz de la tierra. Como decía Paul Theroux, con más brutalidad y violencia que en una guerra. Y en su lugar la barbarie y la codicia levantaron, como en tantos otros lugares de la geografía española, un monumento atroz en honor de aquel siniestro triunfo. Muchos españoles que todavía no han nacido nunca nos lo perdonarán.

Y nos acusarán un día –con razón– de haber perdido al mismo tiempo la decencia y la razón.
Mientras escribía sobre estos paraísos perdidos descubrí que mi impresora se estaba quedando sin tinta. En la calle, un joven buscaba en un contenedor de basuras domésticas. Nos miramos. Recordé las palabras de George Langworthy. Había tanta dignidad, tanto espíritu que no se rendía en aquel joven, que le saludé con respeto y gratitud. No todo estaba perdido. No todo es basura. Y por supuesto ellos vencerán.

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