EL ÚLTIMO VUELO.
Se encontró con el Destino de sopetón al doblar una esquina. Tropezó con él y le pidió disculpas por su torpeza. El Destino, que no estaba acostumbrado a recibir muestras de amabilidad y cortesía, en agradecimiento, le concedió un deseo. Sólo uno.
–Piénsalo bien –le dijo- a veces las mejores intenciones vienen cargadas con la imprevisión y lo inesperado!
Pensó en riquezas interminables. También en poder y en pujanza. Pero al final se decantó por algo que siempre le había rondado la cabeza y que, al fin y al cabo, le proporcionaría todo lo que él había considerado en ese primer momento.
Siempre había pensado en el desperdicio, en el enorme despilfarro que resultaba el que – cuando moría alguien conocido – todo lo atesorado en el cerebro y en el corazón del fallecido, se perdiera para siempre. Todos los estudios y conocimientos adquiridos; todas las vivencias y todas sus experiencias vitales. Todo lo que había acumulado por el discernimiento, la erudición, y la sabiduría que proporcionaba la edad cumplida y vivida. Así que, un mucho vehemente, y un muy poco reflexionado, pidió al Destino el heredar el contenido de esos dos órganos de cualquiera de los amigos que el dispusiese y seleccionase. De forma tan imperecedera como irreversible. De esa manera, en cierta forma, sus amigos seguirían viviendo en él. Y él viviría por ellos.
Le fue concedido el deseo y el Destino se marchó aunque con la cara un poco rara; absorto y reflexivo, no teniendo para nada claro – todo hay que decirlo – si lo que le había concedido era bueno o era malo.
La vida continuaba. Y como la vida existe porque tiene la meta volante de la muerte, algunos amigos, familiares y conocidos se marchaban definitivamente, y de distintas maneras, para el mismo sitio. Por accidentes, por enfermedades. Por azares y malas suertes. Por fecha de caducidad o por la inapelable prescripción facultativa del citado Destino.
Porque ya se sabe, la vida, cómo la injusticia, es ciega y torticera. Puta e inoportuna cuando le viene en gana.
Al cabo de unos años se sentía seguro de si mismo y poderoso. Hablaba con fluidez nueve idiomas y se defendía en otros tantos: tenía la experiencia adquirida de mil viajes emprendidos y de mil amores consumados; tenía mil sueños cumplidos y apenas deseos anhelados. Tenía un millón de anécdotas y otro tanto de misterios a punto de resolver.
Al cabo de unos años más, estaba rodeados de nuevos amigos que, gracias a sus nuevas capacidades, se habían subido al tren de su existencia; todo el mundo se divertía con su genialidad, con su conversación fluida y ocurrente, con la nueva figura y el estado físico que tenía, pues, entre otros muchas más cosas, había adquirido la disposición para el ejercicio físico de unos, la predisposición para la música, y la pintura de otros. Cocinaba de maravilla y detentaba un sentido del humor tan fascinante como fino y corrosivo. Era solicitado para todos los actos culturales y festivos de la ciudad; y así, pasaron – otra vez – algunos años más. Siempre acompañado de su fiel compañera. El amor de su vida.
De pronto, o eso le pareció a él, le empezaron a asaltar achaque y temores; sobresaltos y desasosiegos, pues los sentimientos que albergaba en la parte oscura de su cada vez más grande corazón y de su cada vez más atiborrado cerebro, empezaron a mostrarse, sin pudor alguno, una vez que estaban acomodados en su nuevo cuerpo.
La envidia de todos no le dejaba vivir. La pereza de todos le impedía ponerse en marcha; la usura, también de todos, le impedía gastar los que sus cualidades le proporcionaban. Empezó a vestirse mal debido a la dejadez; se hizo intransigente, intolerable y exigente; se volvió egoísta y resentido, porque una vez abierta la Caja de Pandora de los sentimientos ajenos, estos, se instalaron para no marcharse ya jamás. Era receloso y resentido; suspicaz y desconfiado. Brutal, despiadado e inhumano; cada vez con más asiduidad. Con mayor inquina.
Cada amigo que moría; cada conocido que emprendía el viaje sin vuelta, le legaba tantos sentimientos y conocimientos, buenos y malos, que empezaba a volverse loco. La insania de la percepción infinita que no le dejaba vivir medianamente en paz.
Un día, su mujer – ya sabéis, el amor de su vida – falleció súbitamente. Destrozado, la lloraba inconsoladamente cada día; y la reclamó para sí. Un día, al levantarse, se estremeció y se encontró un sentimiento nuevo en su corazón. Empezó, extraña e incomprensiblemente, a sentirse atraído, a notar como se sentía enamorado con locura, de su mejor amigo. Con un amor tan apasionado, sensual y entregado que ni tan siquiera él lo había sentido hacia su amadísima esposa. ¿Cómo me puede suceder esto? Se preguntó. Y de pronto, cayó en la cuenta de que lo que estaba experimentando era el sentimiento de amor secreto -frenético y enloquecido- que ella sentía hacia el amigo común. Y él sabía que eran sentimientos compartidos.
Preso de los celos, lo mató. Pensando que haciéndolo – y adquiriendo otro nuevo sentimiento aportado por éste – ella volvería a amarle con un deseo y una entrega que el jamás hubiese imaginado que existiera.
Pero no le dio tiempo; no pudo soportar los celos y los remordimientos.
La terrible amargura que le intervino, le duró apenas siete segundos; el tiempo que le llevó el llegar al suelo – en un último vuelo – desde lo más alto del edificio de La Equitativa.
* Todas las ilustraciones que aparecen en esta entrada son de Jason Cantoro. Gracias a Taz Looney por haberme mostrado el camino hacia este artista.
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