
¡PONGA UN GORDO EN SU VIDA!
«Dedicado a mi amigo Antoñete,
porque él sabe bien de lo que hablo»
Tiene el hombre entrado en carnes –según ilustres prohombres (obesos)– muchísima más capacidad, potencial y destreza para hacer feliz a una mujer, que uno canijo, enteco y entreverado de abdominales. Yo –que estoy completamente de acuerdo con ese inteligente y justificado argumento– se lo comento tal cual a mi mujer y a mi hija y estas –incomprensible e irracionalmente– me miran con cara de «Te quieres í pereíl». Muy desagradecidas a la par que desagradables que son, debo de reconocerlo.
Pero yo les insisto… Somos menos proclives a las infidelidades (porque tampoco se nos ponen demasiado a tiro las mozas, reconozcámoslo; aunque la que lo hace, cae invariablemente.) Somos más simpáticos y divertidos; bastantes menos endiosados que esos tabletones andantes; carne de gimnasio barato que son. Somos hogareños y familiares; y además –cómo la catalítica Butha Term– calentamos pero no quemamos en las frías noches de invierno. Nadie como nosotros, templamos entre nuestros muslos los ateridos pies de nuestras propias. Nadie soporta tan estoica y resignadamente el suplicio de esos insensibles y frígidos pinreles antárticos; de ahí lo de Frigo–Pie.
Hace años el ilustrado y erudito Antonio Garrido Moraga, hizo una impresionante soflama sobre el nazareno gordo. Reivindicando su contundente figura y su importante papel en el aspecto visual de las procesiones malagueñas. Ahora, es el escritor y articulista Juan Manuel de Prada el que hace la defensa a ultranza del hombre fornido, robusto y corpulento en detrimento del lechuguino currutaco, nervudo y correoso que marca paquete por la total ausencia de chicha.
Este es el artículo integro, que incluyo para que sirva de información y divulgación a las pavas que se dejan deslumbrar por los insensatos niñatos faltos –ya te digo– de la más elemental chicha; de la mínima. imprescindible e irreemplazable limoná.
Aquí lo tenéis
Apología del gordo
Juan Manuel de Prada
Basta observar la obsesión que hombres y mujeres muestran por mantener la línea para confirmar que la tan cacareada ‘igualdad de sexos’, lejos de ‘liberar’ a la mujer, ha igualado a hombres y mujeres en la servidumbre y el gregarismo, en la majadería y el sometimiento lacayuno a cánones estéticos grotescos y obsesiones salutíferas idiotizantes.
Mens stulta in corpore sano, parece ser el lema epiceno o bisex de esta época calamitosa, en la que las mujeres, lejos de renegar de las dietas y de las fajas estranguladoras de sus mollas, se han apuntado también a esa modalidad quirúrgica de la faja llamada liposucción; y en la que los hombres, que antaño paseaban tan pimpantes sus orondas barrigas, se extenúan en esos manicomios con olor a sobaquina llamados gimnasios, para reducir su perímetro abdominal (a la vez que le ponen los cuernos a su mujer con una monitora machuna e inflada de anabolizantes). Ser gordo, en fin, se ha convertido en un acto de distinción y aristocracia.
Decía Charles Laughton que los tiranos más crueles son infaliblemente flacos; y Balzac señalaba que, cuanto más delgado es el escritor, más propende a la envidia, el resentimiento, la infecundidad y el barullo sintáctico. Tal vez ambos (puesto que eran gordos apoteósicos) barriesen para casa, pero es una evidencia que todos los mandamases de la Unión Europea, esos tiranos disfrazados de eficientes burócratas, son flacos como anchoas; y también que los escritores más revirados y consumidos por los celos se preocupan mucho de mantener la línea.
A los gordos, en cambio, nos asiste la virtud de la apacibilidad; y tenemos un aplomo, una forma de llenar el traje y de repantigarnos en el sofá que transmite confianza, empaque, sosiego y majestuosidad. No negaré que haya gordos histéricos y culebrillas, acomplejados y cagapoquitos; pero estos gordos indignos no son sino flacos que viven prisioneros dentro del cuerpo del gordo, flacos disfrazados de gordo a los que conviene encerrar de inmediato en un manicomio con olor a sobaquina, para que se froten la cebolleta con una monitora machuna e inflada de anabolizantes, mientras recuperan su verdadero ser.
Dios pudo haber creado al hombre como un manojo de huesos tapizados de piel; pero quiso que la gordura protegiese nuestros huesos, los acolchase, los abrigase cariñosamente, dotándolos al mismo tiempo de estabilidad, pues sabía que los huesos son la parte más delicada de nuestra anatomía, y la más necesitada de una mullida amortiguación. Pero las grasas abundantes no sólo sirven como almohadas de los huesos, sino que son un reclamo irresistible para el amor. Está demostrado que los hombres gordos somos los amantes más abnegados, pues nuestro abrazo siempre resulta más tierno y arrebatado (¡y también más arrebatador, porque arrebata el aliento!), e infinitamente más cálido (cosa que se agradece mucho en las noches más crudas del invierno). La mujer necesita sentirse acunada y arrullada por el hombre de sus sueños; y no hay mejor hombre de los sueños que un gordo sin complejos, en el que la mujer puede envolverse como en un edredón nórdico, y arrellanarse sobre él como se arrellanaría sobre un confortable diván con cojines, y navegar dentro de él como si lo hiciese por el estómago de una plácida ballena.
Nadie como el gordo inspira estos sentimientos en la mujer, que además desconfía (¡y con razón!) del hombre que tiene menos centímetros de cintura que ella, obsesionado por mostrar dotes de acróbata o contorsionista. Frente a este tipo de hombre tarambana o espíritu de la golosina se alza el gordo sin complejos, que pone toda su carne en el asador y se centra en lo que hay que centrarse, con insistencia y consistencia. Por último, aunque se diga que el hombre gordo es una carga excesiva para el presupuesto doméstico por gastar mucho en comida, lo cierto es que sale mucho más caro el hombre obsesionado por guardar la línea, con sus suscripciones al gimnasio, sus ridículas ropas deportivas (¡esas zapatillas fluorescentes!), sus complejos vitamínicos y sus remedios contra la jaqueca. No hay hombre más amante, fiel y agradecido que el gordo; y esto la mujer que lo probó lo sabe.
Yo doy todos los días gracias a Dios por hacerme y mantenerme gordo y por permitirme disfrutar de delicias que están vedadas a los flacos. Y cada vez que un flaco me mira con tirria, recuerdo aquella anécdota de Bernard Shaw y Chesterton. «Si yo estuviera tan gordo como usted –bromeó Shaw–, me ahorcaría»; a lo que Chesterton repuso, beatífico: «Tranquilo, si algún día decido ahorcarme, lo usaré a usted como soga». Dicho lo cual, siguió siendo su amigo, porque los gordos somos un cacho de pan.
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Todas las imágenes que ilustran esta estrada, son obras del artista colombiano Fernando Boter.
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