EL «ABREFÁCIL»

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EL «ABREFÁCIL”

“El abrefácil se inventó para humillarnos.”
Lasa Lasaeta

“El deleite de las pequeñas malicias nos ahorra más de una gran maldad.”
Friedrich Nietzsche

Hagan Uds. ejercicio de pelillos a la mar acerca de la maldad intrínseca de la dinamita inventada por el ínclito Alfred Bernhard Nobel. De la crueldad más absoluta de Gerhard Schrader al crear el Gas Sarin. ¿Y por qué no decirlo? De la execrable eficacia del juguetito inventado por Mijaíl Timoféyevich Kaláshnikov que tantas alegrías ha proporcionado últimamente a los asesinos de turno.

La perversidad y la malicia –aquella que mata la paciencia, la serenidad y el temple del ser humano– no tienen paragón con la creación de Ermal C. Fraze; inventor éste del “Pull–Up”. Lo que por estos lares se llama ignominiosamente “Abrefácil”

Verán; cómo a mí no me gusta inventarme las cosas, voy a narrar un caso propio en el que el uso del Abrefácil fue, cuando menos, vejatorio y ofensivo para mí –pobre insensato e incauto– que traté de abrir un producto dotado de este sistema de apertura sin estar debidamente pertrechado.

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No obstante, antes quiero dejar bien claro –y sacar a la luz pública– el resultado de mi propia investigación acerca de este artilugio que nadie, hasta ahora, se había atrevido a aclarar y exponer: Que todos los artículos dotados de este opérculo, tienen implementados un micro chip con una directriz programada que se va pasándose por ondas electromagnéticas de uno a otro con la finalidad de provocar que, cuando se va a hacer uso del último, éste, invariablemente, se rompa.

Y así pasa. Cuando la lata de cerveza es la última lata, se rompe. Cuando la latita de anchoas es la última latita de anchoas (y es domingo) se rompe. Cuando la lata de espárragos… Bueno, esta siempre se rompe sea la primera o la última. Cuando –tras tratar de romper infructuosamente la esquina «Abrefácil» de un tetrabrik de leche– usamos las tijeras de cocina, la abertura producida por el corte es tan grande que, al verterla, las Cataratas del Niágara se quedan en “cagaílla de mosca”. Cómo despegar una lengüeta de un sobre de embutidos al vacio?

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Vamos pues a un caso– absolutamente cierto y perfectamente demostrable– con herida de guerra incluida: El Garrafón de Aceite de 5 litros.

Pero antes una consideración: Resulta que, por eso del ahorrar y el de ser chachi ecológicos, van ahora los fabricantes de envases para líquidos y los hacen tan finos que estos, rayan la más absoluta nada. Por ese motivo, cuando cojo una botella de agua mineral de dos litros y pretendo llenar un vaso (usando una sola mano) ésta, la botella, en un acto de irreprochable cortesía se dobla ante mi –en actitud de sumisión y respeto– y doblada cómo una esquina, ya te digo, expele un enorme eructo de agua que anega el plato de puchero de mi hijo que se encuentra como a un metro y medio de distancia y se lo enfría al momento. Una monería niña María.

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Vamos al garrafón…
El Garrafón es del mismo material insolente que la botella de agua antes mencionada. Pero el detalle en que no han caído los fabricantes es en que el material de cierre “Abrefácil” es tremendamente duro. En este caso concreto –y debajo del tapón de rosca– amenaza cierre hermético duro como himen de Carmelita Descalza y una anilla irreductible como aldea gala que se precie. Así que empiezo la operación de desflore de la puñetera garrafa:

Abro el tapón de rosca. Todo bien por ahora; me las prometo muy felices. Meto mi fino y largo dedo índice (tengo dedos de pianista) en el anillo que debiera de arrancar el himen garrafal. Tiro hacia arriba, con suavidad a la vez que fuerza; con tino y desenfado, ilusionado y optimista; y no me corto el dedo de puto milagro. Después de tres veces tres, desisto; resoplo por el salón, voy al baño, y me pongo una tirita. Insisto otra vez con el dedín que está protegido con el apósito y nada. Nada de nada. Cojo pues una herramienta que para eso soy ser pensante e intento –con unas enorme tijeras de cocina y haciendo palanca– domeñar y someter al indómito circulo y lo único que consigo es romperlo irremediablemente. Clap! A tomar por culo!

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Resoplo. Otra tres veces tres resoplo. Cuento hasta diez. Hasta veinte. Cojo la maja del almirez ( que no es un retrato de Goya) y golpeo las tijeras –que uso de punzón– para intentar hundir el cierre de los cojones. Se hunde. Pero la botella… La botella –recuérdese la fragilidad del envase– se rinde (como era lógico pero no de esperar) y emite dos enorme géiseres de aceite de dos cuartas de altura través del gollete con el precinto al fin roto y me pone dos lindas y enormes chorreras en la camisa. El suelo es una pista de patinaje. Yo estoy en una isla rodeado de un mar oleoso. Exclamando imprecaciones injuriosas. Los suspiros se han transformado en denuestos de desesperación y de angustia. Me cago en tó lo que se menea.
Llamadas de auxilio a Santa que no da crédito, desde el salón, a lo que está oyendo en la cocina por el simple hecho de aliñar una malnacida ensalada que el Sr. Carbonell confunda y condene a la sosera y a la sequedad más profunda.

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Después de una hora de limpieza, fregado, lavado, barrido, cepillado, frotado, ducha, secado, dos Trankimazin y un poco de apacigüe mental, la ensalada estaba toda pimpante presidiendo la mesa. Yo comí con patatas fritas (en freidora) porque no soy mucho de verde y, además, a esa ensalada en concreto, la odiaba profundamente.

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