CARMELA

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No sabemos cómo, pero desde hace ya mucho tiempo –y en los finales de las veladas en cualquiera de nuestras casas– Diego Cumpián y yo, acabábamos solos y enfrascados en un duelo de jumera y hablando, afectuosamente, sobre su madre; sobre Carmela. No sabemos cómo, pero era así. Ineluctablemente. Así que yo, por ese motivo y otros que ahora vais a conocer, a Carmela, ansiaba conocerla personalmente. Tenia un muy mucho de curiosidad.

Cada una de esas noches –una docena de docenas de días al menos– yo quería ir a su casa para poder saludarla y abrazarla; mostrarle mis respetos; darle un beso y decirle cuatro cosas acerca de esa portentosa manada que trajo al mundo; una manada, inteligente, aplicada y diligente que ha hecho del saber y de la cultura –en todas sus facetas– un modo complementario para sus vidas. Un “modus vivendi y comendi” en casos. Una manada de la que me congratulo conocer y de la que me enorgullezco pertenecer aunque sea en modo transitorio y accidental. De forma contingente, adventicia y provisional.

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Yo siempre le he preguntado –a muchos integrantes de la manada– de donde viene el gen artístico, que todos y cada uno de los hermanos Cumpían Muñoz, tienen acomodado y encajado en su doble cadena de ADN; y ayer, por fin, conociendo a su madre, me enteré. Ella es la única responsable. Por mor del piano.

Mientras el Cristo de los Gitanos y María de la O se daban el preceptivo y obligatorio garbeo por el recorrido oficial de las cofradías, al son de la francachela, Diego y yo –estábamos en su casa para con la excusa de ver salir y entrar los tronos en su templo, comernos un gazpachuelo– sacamos fuerzas de flaquezas, y nos tiramos a la calle para hacerle una visita sorpresa a su madre que estaba tan pancha y tranquilita en su casa la pobre mujer.

Y allí llegamos. A la casa madre nunca mejor dicho.

Carmela es la imagen de la bondad. Una mujer feliz a la que la vida, jodida y despiadada que es cuando así lo quiere, no contenta con arrebatarle a su marido antes de lo acordado y establecido, le birló a un hijo, dos años antes que al pariente; de la manera más rápida, injusta e inaceptable. Diez de once son el resto resultante. Carmela ha pintado su mirada –eso se le nota en el semblante– con la contemplación de interminables amaneceres y atardeceres que le procuran su atalaya situada a siete plantas sobre el nivel del mar.

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Ayer la conocí; por fin la conocí; y acaricie sus manos llenas de veredas azules. Y la pude besar y decirle repetidas veces la admiración que siento por ella; y por su prole. Ayer me saqué de una puñetera vez, la indeseada espina que tenia clavada en mi pretensión desde hacía al menos una docena de docenas de noches al calor de la amistad y el blábláblá. Ciento cuarenta y cuatro veladas, si hago bien las cuentas, que no son pocas, mire Usted. Que no son nada pocas.

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