UN AMIGO MÍO. (Sous les pavés, la plage.)

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UN AMIGO MÍO.
(Sous les pavés, la plage.)

«Non, rien de rien, non, je ne regrette rien
Ni le bien qu’on m’a fait, ni le mal
Tout ca m’est bien egal»

Tengo una deuda de honor contraída con mi amigo el pintor Antonio Ayuso. Una deuda –tengo que reconocerlo– de esas que no cuestan nada el pagarlas. Un compromiso, voluntariamente adquirido, que quiero dejar resuelto por el honroso método de «la devuelta» que diría el Óscar, camarero jefe e «hijoldueño» de mi bar de desayunos de cabecera que es.

Tengo en mente, para el pago, el proporcionarle al Ayuso alojo mediopensionista de manera definitiva e inapelable en este blog. Sin carga arrendataria que le atosigue; sin obligación de que abone cantidad monetaria alguna por el consumo de esas bebidas sobrias y enófobas que acostumbra trasegar, puesto que van incluidas, como es natural y de recibo, en el mismo de la Comunidad de Propietarios que le pago yo, gustosamente como arrendador.

A mi amigo el pintor (que me aseguró lo del proporcionarme fotos de sus obras) le prometí realizarle un post en esta su Comunidad, no tanto como para agradecerle el inconmensurable regalo que me hizo en forma de retrato, sino porque tener aquí a Antonio Ayuso como inquilino, representa un inapreciable regalo para este blog y, por ende, para su Comandante en Jefe.

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Esto que ahora vais a leer, es una primera entrega de tres (espero) sobre la figura de Antonio Ayuso. Una primera entrega esta que incluye un precioso alegato de su íntimo y apreciado amigo el Poeta y escritor Javier López Navidad. Una prédica en prosa poética que habla de los tiempos del pintor en Francia, de sus trueques de pinturas y dibujos por latas de refrescos y cervezas ignominiosamente abstemias; de la tierra almeriense que compartimos ambos cuando eso del cumplir con los deberes patrios. De su patio plagado de vinagretas o del cuadro de su madre «retrato maravilloso de la mujer que más ha amado, donde la ternura y el alma limpia se manifiestan contundentemente» (sic). De estas cosas y de muchas otras más.

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Después vendrá otra entrega con texto de mi muy querido amigo el Poeta Juan Miguel González; y después –la última, si así se cumplen las expectativas– con una selección retrospectiva de los trabajos del Maestro.

Este artículo está ilustrado con imágenes de un París que ya se esfumó en esa playa ilusoria existente debajo de los adoquines (Sous les pavés, la plage.) que los jóvenes idealistas del 68 siempre aseguraron que estaba allí y en la que Antonio Ayuso, estoy completamente seguro, alguna vez se bañó después de zamparse un buen cacho de queso Camembert de Normandie y una copita de Ricard.

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UN AMIGO MÍO.
Javier López Navidad

Mea la perrilla sobre la lata de cerveza que descansa en el suelo de porla o cemento muy aguado y desconchado del patio de las vinagretas; el pavimento se ha resquebrajado con el sol y el paso de los años. Mientras mi sonrisa expresa el estupor ante la licencia canina, el pintor asalta la cocina y trae para acompañar las cervezas y las colas un paquete de galletas María. Todo es alegría en este abierto y luminoso rinconcillo de la casa, donde pululan gatos y perros entre poetas y pintores de blandas primaveras. Sobre el cielo del laurel pasan dos gorriones y algunos chamarices despistados.

Perros y gatos conviven en silenciosa armonía en la noble casa de los Hidalgo. Unas veces duermen sobre la cama del pintor, otras, juegan entre aceites y pinturas dejando un rastro de babas y pelos en mangos y virolas de los pinceles desperdigados por la sala estudio y que no provocan queja alguna en el maestro, más preocupado por el trabajo que le entretiene que por los humores y juegos de sus animalitos. La bonhomía del artista se refleja en el carácter acogedor de sus perros y gatos que reciben al visitante mansamente y lo acompañan por las diferentes estancias de la casa. Casa ligera de equipaje, de amplios espacios y livianos, pero acertados, ornamentos, que relajan al visitante cuando camina sobre una solería de mediados del siglo XX con aroma de esencia de pino o trementina. A la entrada, en la pared de nuestra izquierda, cuelga el cuadro de su madre; retrato maravilloso de la mujer que más ha amado, donde la ternura y el alma limpia se manifiestan contundentemente. Tendría el pintor dieciséis años cuando plasmó el rostro amable de esta Madonna sixtina malagueña.

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Gusta Ayuso relatar su paso por Francia; sus mejores años, según él. Habla y habla del país vecino y de sus gentes, de su comida, de sus flores, de sus vinos y de sus quesos y cómo no, de los valses parisinos y las tristes baladas con los sonidos del acordeón y la voz quebrada y melodiosa de Edith Piaf, cantando «Non, je ne regrette rien» y de Ives Montand, con sus «Hojas muertas», que le saltan las lágrimas y que le llevan al sendero melancólico y fatalista sobre el destino; cuenta cómo ambos temas y un queso le acompañaron en su viaje sobre la dura madera del vagón del tren que le traía de vuelta a casa.

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Muchas veces recuerda los años trascurridos en el Sur de Francia, ¿o estaba al Norte?, trabajando en una quesería. Ganó en peso y francos. Cada mañana iba al trabajo con una baguette bajo el brazo envuelta en un periódico, siempre el mismo, el Ideal de Granada, a modo de disimulo; cada mañana, cargaba con su herramienta favorita: una barra de pan de Viena y mucho y mal disimulado apetito. Manejaba hambre como soldado en maniobras. Autorizado por el patrón de la empresa de comerse los quesos rotos y despostillados, el día que no había ninguno provocaba un par de accidentes. Comer es necesario y sobre todo por la gloriosa libido de los veinte años; cada pulsión amorosa requería una ciega pasión por la leche cuajada y un obligado recuerdo al magno chorizo de Cantimpalos.

Sobre el terreno grisáceo y amarillo de Viator, arrastra Antonio sus pies, cargando un caballete con lienzo y una lata oxidada de pinturas y pinceles. Lleva más de un mes con el sol en la sesera y el rostro de un capitán entre ceja y ceja, el cual le exonera de ciertas labores militares a cambio del cuadro que le inmortalice con correaje y sable sobre un caballo blanco con los justos lunares. Y Antonio sueña en el mar; y sueña en su infancia y en el sonido del agua al pasar por su puerta.

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– Don Antonio, me debe en torno a cuatrocientas latas, entre cerveza 0’0 y coca-cola light.

Se lo dice, no muy severo, el dueño de la tienda de congelados. Y el pintor se queda pasmado por el número y le pide nervioso un cigarrillo; juraría error en el cálculo. Sabe que le mete sin miramientos gato garduño y se queja para sus adentros de esa cantidad que niega haber consumido; según él, 282 latas. Como sabe el endeudado de la pasión por la cacería del demandante, cada mes o cada dos, le lleva un cuadro con motivos cinegéticos, bien de setters y podencos, bien de liebres y conejos, bien de cananas, chalecos o de terribles repetidoras; muy realistas ellos y más prácticos, con los que salda en sencillo trueque sus deudas. Al de los congelados le sabe a gloria cada uno de los cuadros de este maestro del color y la forma; muestra un orgullo desmedido y cierto pavoneo porque sabe lo que adquiere. Cuando hay muchedumbre en el negocio, hace público entre su clientela de que tiene un Ayuso colgado en la cocina que representa una bandada de patirrojas de la Meseta y otro en el salón con seis bravos fox terrier atacando un jabalí que quitan el sentío y le estimulan el apetito. Noble arte, donde los haya, el de la cacería.

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Una respuesta

  1. Cuidado son las deudas más difíciles de saldar!

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