“La tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas” Gustav Mahler
Aunque erróneamente atribuida esta frase a Chesterton –en realidad es del compositor Gustav Mahler– y viene esta a confirmar mi particular inclinación que consiste en que –dentro de mis posibilidades– trato de conservar las prácticas y costumbres que me acomodaron en mi vida anterior y que aún me acompañan en la actualidad.
No se trata de nostalgia ni de melancolía; se trata de una reivindicación justa de los tiempos pasados, aquellos cuando la familia estaba al completo y fui tan feliz. No quiero ni puedo renunciar a seguir siéndolo y esto de las tradiciones, me ayudan a mantener la memoria lozana, equitativa (supongo) y, más o menos, la mente en su sitio.
Hablando de tradiciones. Mi queridísimo amigo el Poeta (siempre en Mayúsculas) sabedor de que las tradiciones que nos acontecieron en nuestros años pasados están o bastardeadas o directamente desaparecidas; incluso, mucho peor aún, sustituidas por otras nueva que llegan desde otras tierras y que aquí, infortunadamente, se adoptan con una largueza tan injusta como innoble.
La tradición manda. Y cumpliendo esta premisa, Juan Miguel Gónzalez, me envía la habitual felicitación navideña, en forma de soneto, que este año, tiene como aguinaldo la enorme delicadeza de dedicarla a mi propia familia.
Esta es. Disfrutadla y que tengáis todos unas felicísimas fiestas que verdaderamente es lo que os deseamos. Si nos dejan, claro!
Siempre me pasa lo mismo en cada puente de la Constitución y la Inmaculada. En esas fechas, los cuatro componentes de la familia más directa, nos reunimos en mi casa y procedemos a vestirla de Navidad. Viene mi hija y después de un trajín intenso, hacemos siempre para comer, una fondue de queso precedida por unos mejillones al vapor y algún que otro entrante.
“Tradition is Tradition”
Siempre me pasa lo mismo, decía, porque invariablemente acompañamos la velada con canciones navideñas americanas, incidiendo mucho en Bing Crosby y Frank Sinatra. Reminiscencias son estas canciones de las veladas por esas fechas en casa de mi tía Pilar y que estos días –desde hace cuatro años– se acrecienta, esta nostalgia, con la lectura de los diarios de otro de mis tíos: El escritor José María Souvirón.
Tengo la costumbre– ya voy por la cuarta entrega– de empezar dichos diarios por el índice onomástico. En éste, busco primero las páginas correspondientes a los familiares más cercanos: mi padre, mis tíos carnales, primos hermanos ,sobrinos y por fin, las amistades de todos ellos y que, asiduamente, salen reflejados en dichos diarios.
Como quiera que mi tío José María solía venir a Málaga, sobretodo por Navidad –alguna cena de Nochebuena recuerdo en casa de mis padres– los recuerdos navideños de otrora se juntan con los actuales y me producen esa inevitable morriña que producen las ausencias y una cierta desazón por los cambios de vida y costumbres. Porque observo cómo en estos tiempos de pseudo recogimiento la Navidad (y la Semana Santa) se han transformado en esta ciudad, en una especie de parque temático de luces y jolgorio en el que la «parrilla humana» olvida la principal finalidad que en su día tuvo: las reuniones y los cánticos en torno a una mesa bien dispuesta.
Yo, señoras y señores (no me crean en absoluto pacato y meapilas) paso olímpicamente de cualquier connotación religiosa que debiera de estar vinculada, en este comentario, a estas dos fiestas; pero sí que tengo que reconocerme una especial “devoción” en cuanto a las tradiciones de las que soy un absoluto defensor. Y cómo desde luego, no volvería de ninguna de las maneras a acudir a alguna Misa del Gallo ni a procesionar en alguna cofradía (de portar un trono ni os hablo) indico que sí me asombro y asusto –en comparación con tiempos no demasiado lejanos– ante esas manifestaciones bárbaras en las calles del centro que son invadidas por una inmensa caterva de ciudadanos descontrolados que, sin ningún miramiento ni precaución, llenan mi ciudad de mierda, de inmundicias y últimamente, de virus mortales que tantas víctimas y tantas privaciones de libertad nos están acarreando y que, por ahora, no tiene visos de terminar.
Los decibelios – y me refiero a las fiestas de Pascuas, que no Floridas– resultan atronadores, las broncas, impredecibles y los atascos de personas y vehículos insoportables cuando no peligrosos. El día que ocurra una avalancha, nos vamos a acordar durante mucho tiempo.
Juan Miguel González, muy querido amigo y Poeta que es, resulta para mí, un adalid de la cordura, la racionalidad y el discernimiento; y coincide conmigo en el improcedente cambio de rumbo de estas dos festividades. También huye horrorizado, de tanta manifestación necia, bruta e ignorante, asombrándose, cuando contempla la peligrosa manera en cómo se desarrollan estos actos, y entristeciéndose, cuando recapacita y piensa que lo que pasa hoy en día, debiera de ser todo lo contrario.
Juan Miguel González del Pino, con su habitual generosidad para con este humilde bloguero, me hizo llegar el otro día un precioso poema que habla sobre todo esto que acabo de reflejar.
Después de cada mes de Noviembre y de su pertinente ramito de violetas, llega Diciembre. Con su anhelado puente vacacional y sus excesivos alumbrados callejeros. Con la hermosa Navidad que (al menos de boquilla) hermana a todos los ciudadanos cristianos que celebran el dosmilésimo decimonoveno aniversario del nacimiento del Niño Jesús. Un niño que, en menos de tres meses, oh paradoja! será paseado ya hombre, crucificado, muerto y resucitado por las mismas calles del jolgorio luminoso. Cosa milagrosa sin duda y ejemplo de rapidez en eso del pasar los años.
Llegan, ya lo saben ustedes, las bacanales gastronómicas y sus kilos de más. Los excesos etílicos acarreando las pérdidas del pundonor y la dignidad. Llegan los cuñados sabelotodo y las concuñadas marisabidillas. Llega, en fin, el mes de Diciembre con sus típico tópicos mezclando la repulsa y la ilusión. La fe y lo pagano en una balanza con el fiel perdido que ha olvidado sus principios en aras de un consumismo desaforado y enloquecido.
Yo, lo reconozco, soy más de estar ilusionado que agobiado por estas fiestas. Feliz que contrito. Aunque, por eso de las edades, he de reconocer también que mis sentimientos navideños sufren el desgaste propiciado por lo repetitivo y por tener –al margen de las ausencias– la sensación de haberlo visto y vivido ya todo.
Sin embargo, no me pasa eso cada mes de Diciembre con el mensaje de amor y esperanza que mi muy querido amigo el Poeta Juan Miguel González me felicita las Pascuas y que yo –ufano, feliz y orgulloso– comparto en este blog para que, con la impenitente belleza poética acostumbrada por el vate, disfrutéis estas Navidades en unión de vuestros familiares y seres queridos.
Esta es la felicitación para estas Navidades del 2019:
Disfruto de una vista privilegiada al Monte de San Antón desde mi casa. Una vista viva y cambiante que sigue el ritmo obligatorio de las estaciones del año. Este panorama singular -que es precioso ya os digo- viste sus mejores galas en la época navideña.
Asomarme por la noche en estas fechas y poder contemplar un paisaje lleno de luces tintineantes que parecen bailar al ritmo de villancicos y jolgorio. De balconadas iluminadas profusamente que se disputan las unas a las otras el honor de ser la mas bonita. Columnas de humo blanco de chimeneas que impregnan el ambiente a un olor que a mi, me traen a la memoria vaharadas de alhucema y espliego que ya sólo flotan en la parte más entrañable de los recuerdos lejanos.
Un gran Belén vivo y cambiante, ya os digo, que cada Navidad , y por la noche, hace que me ponga una buena selección de villancicos americanos clásicos (son los que mas me gustan )y goce plenamente del ambiente familiar que , afortunadamente, aún disfruto en compañía de amigos y familiares.
Pues bien, cada año, cada vez que me asomaba a la ventana de mi salón, lo más significativo del paisaje era una casa profusamente iluminada. Ya sabéis, esa iluminación que consiste en rodear con guirnaldas luminosas toda la silueta de la vivienda y los arboles del jardín que le daba un aspecto mágico y de película de elfos , duendes, gnomos y hadas. Gingle Bells que le dicen.
Todos los años, invariablemente , esa era la primera casa en iluminarse. Siempre la primera. Todo el barrio se deshacía en elucubraciones acerca de ese hogar que se adivinaba feliz y lleno de niños contentos; de regalos y perpetuas celebraciones por esas fechas. Se comentaba que era de una familia bien avenida llegada de América -después de años de trabajo- a su Málaga natal. Era ese encendido en todo el monte, la señal del comienzo de las fiestas navideñas.
Pero un día, la casa, dejó de estar iluminada. Y al año siguiente también. Y el otro…
Se volvía a comentar ( y ya se sabe eso de cuando el río suena…) que uno de los hijos (ya adolescente) murió trágicamente en un accidente de tráfico. La casa oscureció. Se vistió de luto indeseado y nos comunicó indirectamente a todos los vecinos que ya no estaban para celebraciones sino para la angustia y la aflicción. La casa, fue obligada por las circunstancias, a renegar de su misión de ser la anunciadora de la época de Pascuas.
Y pasó así, sumida esta vivienda en la mas triste oscuridad, más de veinte años.
Hace un par de noches, estaba sólo en casa. Mi Santa, tenía reunión de su Club de Las Anacondas (no chirríen las feministas que yo tengo mi propio Club de Los Culebrillas) y gozaba de esa situación de soledad escogida (que es la buena) con una copa de ron bien servida, un par de cigarrillo ocasionales y en mi televisión, con un volumen más bien alto, un poético, triste y afligido pero precioso homenaje a Leonard Cohen en Montreaux por el primer aniversario de su muerte.
Así, de esa manera de íntima comunión con la indeseada ausencia, me encontraba yo sumido en un mar de recuerdos por los que ya no estaban conmigo. Por los que, irreflexivamente, se habían marchado dominados por extrañas e interesadas particularidades.
Me levanté a servirme otra copa. Me asomé a la ventana y de pronto, la vi de nuevo! Iluminada como nunca. Irradiando luz y gritando a todo el vecindario que la alegría había vuelto. Envuelta en añoranza , nostalgia y evocación, pero que la esperanza y la felicidad, después de un largo periodo de hibernación, se había vuelto a instalar en esa casa.
Yo, al verla de nuevo, entendí su mensaje. Quité a Leonard Cohen y puse a Rod Stewart y bebiéndome de un trago mi copa, me serví otra, encendí otro cigarrillo y bailé, frenéticamente, Babe Jane con los ojos empañados de lágrimas brindando por la felicidad y la salud mental recuperada de esa familia.
No llega verdaderamente la Navidad a mi blog, cuando éste se viste adecuadamente con brillos e imágenes apropiadas para estos tiempos. Cuando, al entrar en esta página, empiezan a caer falsos copos de nieve sobre el escritorio. Tampoco, cuando las luces de mi ciudad adornan sus calles con un derroche paradójico e incoherente tratando de atraer al ciudadano hacia un espíritu que ya, hace mucho, abandonó sus tradiciones en aras de otras nuevas prácticas importadas, que nada tienen que ver con nuestro carácter y nuestra particularidad.
No. La Navidad, empieza a notarse en este blog de, manera inequívoca y palpable, cuando mi querido amigo el poeta me llama por teléfono y me proporciona —con su acostumbrada generosidad— el ya tradicional villancico que sirve para felicitar estas fechas a todos los que sois habituales de este sitio.
Un honor al que me tiene mal acostumbrado.
Pero ya no digo más. Ya me callo. Pues no quiero desviar vuestra atención de las bellísimas palabras de mi apreciado Juan Miguel González del Pino. Un admirable escritor y poeta. Mucho mejor persona. Muchísimo mejor amigo.
Lo reconozco; soy muy tradicionalista, mucho. Pero no se confunda esa condición con la de ser conservador; háganme Uds. el favor.
Digo tradicionalista, porque a pesar de que tengo la capacidad -de la cual me satisfago- de fusionar y hacer convivir costumbres nuevas con las adquiridas y asumidas en todo mi periplo vital, no sólo no reniego de estos hábitos, sino que además trato de imbuirlos y traspasarlos a mis hijos para que sigan dando la tabarra, con mis manía y mis querencias, a los que hayan de venir detrás de mí.
No se me confundan Uds. háganme el favor, y crean que les estoy hablando de clasicismo trasnochado o folklore casposo; de prácticas anticuadas o de pasado nostálgico. Estoy hablando de conservar las raíces, y los usos y los modos, en los que fui criado y educado y que -orgullosamente- aún trato de mantener.
Adoro algunas prácticas que me resultan absolutamente gratificantes: La costumbre de mis cuñados de que me regalen un jamón ibérico en Navidades (habrá cosa más bonita?) o la de los otros, que desplazados a mi domicilio, me cocinan una inimitable orza de lomo en manteca para que nos acompañen y acaricien el paladar las frías tardes de Invierno (habrá otra cosa más bonita?) También me encanta esa tradición de asistir a la Fiesta de los Villancicos cada año a Casa de los Gaviño-Spinner, para que una vez acabando con las viandas y los licores, Margarita nos haga entrega a los Gorgonzola (en petit comité y ocultos de miradas envidiosas y suspicaces) de una caja llena de galletitas hechas por ella misma a la suiza manera; cómo no podía ser de otra forma.
Me fascina que vengan Titi y Ana a visitarnos cargadas de ellas mismas, que ya es bastante. Porque bailaremos y reiremos hasta desfallecer. Desfallecer de puro contento, que es cómo a nosotros nos mola. Comprar dulce de los conventos con Maxi y Pepa; y que vengan Jóse y Silvia a abrirnos el jamón y a beberse mi reserva de Ron. Que venga. por fin, mi hermano Fernando y su manada, para hacerlo llorar; tanto de risa cómo de ternura y emoción. Cómo a él le gusta.
Me encantan también esas costumbres -que a fuerza de ejercer cómo tal, se transforman en tradiciones- como es la de mi querido amigo Fernando Damas que, cada vez que nos reunimos con la Logia del Negro Anaranjado, tiene a bien el obsequiarme con botella de ron de la más alta excelencia.
Me gusta esa nueva costumbre que tiene mi hija Cristina -desde que se emancipó- que es esa que nos traiga churros para desayunar cada domingo por la mañana. Para aliviar indeseadas, pero gloriosas, resacas sabatinas. Los cuatro otra vez juntos.
Me gusta adornar la casa por Navidad. Cada Puente de la Inmaculada y de La Constitución.Me gusta.
Adoro que los Gorgonzola nos reunamos los cuatro -siempre los cuatro- y que Cris, nos haga más galletitas de mantequilla que dispondremos en bandejitas ad-hoc junto a otra bandeja de porcelana centenaria de mi abuela Matilde, sobre la que reposan algunas botellas de espirituosos que darán su vida en martirio por atender a mis invitados cómo ellos se merecen.
Me gusta preparar la fondue de queso que la familia nos zamparemos en el intervalo del almuerzo; mientras descansamos de instalar las luces de las ventanas que adornan e iluminan la calle desde nuestro salón. De colgar guirnaldas y flores de Pascueros. De llenar la casa de villancicos. Una música que cada año se debate en una lucha feroz y sin cuartel entre Frank Sinatra y Manolo Escobar; según sea Father o Santa quien disponga el ambiente. Cris en mi bando; Cigalowsky en el bando contrario con su madre.
Este año estoy contento, y mucho. Pues hemos decidido recuperar una tradición que teníamos ciertamente abandonada desde hace ya algunos bastantes años. Montar el Belén. Con permiso, claro está, de Paco Martínez Soria.
(Nótese algún intruso en el Belén; los encontráis?)
Desde que los tiernos infantes crecieron, se abandonó dicha costumbre que éste año, ya te digo, vamos a recuperar. Pero no sólo esa; sino también la de desplazarnos -tijera podadora en mano- a nuestro Monte de San Antón y traernos para casa un abundante acopio de ramas de algarrobo, de pinos y de lentiscos. Enormes manojos de tomillo y de romero; de naranjas cachorreñas y de piñas de abetos. Musgo verde y húmedo; piedras llenas de manchas blancas y amarillas de líquenes. Todo un botín botánico natural que compondrá un escenario, fresco y perfumado a campo, donde se situarán las figuras de barro que en su día el Father Gorgonzola compró – hace ya la friolera de medio siglo- en una ya irretornable Plaza de la Merced abarrotada de puestecillos de Navidad, Circa 1963. Todo un botín botánico natural, ya os digo, que coronará también los muebles que desde hace mucho más de un siglo, acompañan la vida de la familia Souvirón y que cada año, al realizar este rito, saben que han cumplido un año más de vida vivida. Yo me entiendo.
Así que este año, la Casa Gorgonzola -cómo cada mes de Diciembre- otra vez se vuelve a vestir de luz y de Navidad. Y esperará, impaciente y nerviosa, a que los regalos vayan apareciendo -de manera encubierta, pausada y misteriosa- a los pies de nuestro Árbol. Para que el día de Reyes (Santa Claus Go Home!) comiéndonos unos trozos de roscón de la Confitería La Exquisita, (todo es tradición) los abramos en un mar de ilusión, de sorpresa y fascinación. De amor. Los cuatro, los cuatro; siempre los cuatro.
Porque ya es Navidad en Casa de los Gorgonzola. Ya es Navidad!