EL RÓTULO DE LA MEMORIA

1960

EL RÓTULO DE LA MEMORIA

«Un amigo es la mano que despeina tristezas».
Gustavo Gutiérrez Merino, Filósofo y teólogo peruano.

«Amigos. Nadie más. El resto es selva».
Jorge Guillén, Poeta español.

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Uno vale tanto, como los buenos y valiosos amigos que tiene. Y yo –que estoy completamente de acuerdo con eso– me considero un tipo muy, muy, rico. Rico en afectos y en consideraciones; rico y acaudalado en cariño y en ternura. Un hombre es, Father Gorgonzola, que se siente enormemente satisfecho (y feliz) con ese hatajo de maravillosas personas que le rodean. Se me permita la vanidad del uso de la tercera persona.
Ayer, sin ir más lejos, mi más que querido amigo Diego Cumpián, me /nos regaló a Santa y a mí un perfecto gazpachuelo en Benagalbón y una posterior tarde de tocada musical. Ambos dos regalos, difícilmente superables.

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(Diego Cumpián con Father)

Pero al margen de lo tangible y de lo palmario –vuelvo a generalizar– mis amigos me aportan una riqueza instructiva y una inestimable ganancia en lo intelectual; un adorado dividendo en cultura, ilustración y en saber, que es muy difícil de encontrar con tantísima abundancia, como yo –y afortunado me siento– lo encuentro en todos ellos. En todos.

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(Ángel Céspedes)

Particularicemos otra vez. Entre esos muchos amigos enriquecedores que tengo la fortuna de manejar, se encuentra mi muy querido Pedro Rojano; escritor y articulista que es. Una extraordinaria y magnífica persona. Alguien que, escribiendo, hila las palabras de una manera tan ejemplar y acertada, que leer cualquiera de sus textos resulta un inevitable y profundo placer. Este bloguero que os escribe, se jacta de que, en este sitio, casi nunca inserta textos completos corta–pegados de otros autores; salvo contadas excepciones en que dichos textos, poseen o la belleza incontestable de lo escrito, o la más indiscutible coincidencia con la opinión del citado bloguero. Dueño y Señor de este sitio que es.

Por ese motivo, inserto el articulo de Pedro Rojano publicado hoy en el diario «La Opinión de Málaga».

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(Pedro Rojano)

Leedlo y ya me contaréis! A ver si no se están cargando los comercios tradicionales de los centros históricos de la ciudades. Los rótulos que son, de la memoria.

Este es:

EL RÓTULO DE LA MEMORIA

Una ciudad se recorre tres veces: La primera en la ensoñación del viaje. Inspirada por sus monumentos, por el glamuroso nombre de sus calles, por la huella histórica de lo verídico. La segunda vez con inevitable sorpresa. En el callejeo por calles anónimas, en el café escondido, en la plaza deshabitada o en el atestado mercado. Y la tercera se recorre en la memoria, momento en el que la ciudad cruza la íntima frontera. Un espacio recreado por el recuerdo, anclado en los días en el que lo fotografiamos. Detenido para siempre en el óleo de la evocación. Y entonces la ciudad, esa ciudad, deja de ser la misma que muestran las enciclopedias, las guías de viajes, los portales de internet o las fotografías de los amigos. Esa ciudad nos pertenece.

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Cuando eso ocurre, descubrimos que la identidad de una ciudad también está escrita con el rótulo de sus comercios. Singulares escaparates donde además del género se expone la cultura y tradición de un pueblo. Recorrer la estancia, sentarse en sus mesas, aspirar el aroma de la mercadería? Todo forma parte indivisible de la ciudad, porque solo a ella le pertenece.

La globalización ha infectado las calles de las ciudades con la vulgaridad de lo repetido. Ha repintado de franquicia las fachadas históricas, convirtiendo en un dejá vu el paseo por cualquier capital. La verdadera ciudad está sepultada bajo esa capa de rótulos multiplicados. Visitable tan solo en horario de madrugada, cuando el recuerdo y el sueño son en blanco y negro.

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Málaga sigue amenazada por las aguas del progreso, aunque aún quedan remansos donde admirar lo antiguo. Lugares en los que comprar es una mera excusa para perderse entre los expositores, para deleitarse con el olor de las paredes, para reconocer que los años perdidos están escritos en las vigas que sostienen el tejado. Por eso me gusta pasear por mi ciudad como un extraño. Hacerme el olvidadizo y perderme por sus calles como un buceador frente a un pecio de adoquines. Tomar una caña en La Campana, Casa Guardia o el Pimpi. Oler las especias en El Reloj, probarme unos zapatos en Calzados Alas, embriagarme con el olor a tocino de Zoylo o ajustar el reloj en la relojería Miguel Heredia. Tomar un sombra en la terraza del Bar Central y entrar en la ferretería El Llavín de calle Santa María recordando el arreglo de casa que aún espera. Disfrazarme de comedia en Carrasquilla. Decidir entre los churros de Aranda o el sabor de lo antiguo de Aparicio.

Confitería Aparicio. Málaga

Acomodarme unas alpargatas en Hinojosa de calle San Juan, saborear el helado de Casa Mira e inventar algún motivo para entrar en la cerería Zalo Y así seguir caminando hasta que la noche comience a encender el neón de mi memoria y pueda salvar del naufragio mi ciudad interior.

La semana pasada cerró sus puertas La Veneciana. Horadada en sus cimientos por un gusano perezoso que no acaba de llegar al Centro y que ha devorado la fragilidad, la paciencia y la ilusión de pequeños comerciantes. Las aguas precipitadas de la modernidad han inundado las cubetas donde se fabricaban helados sorprendentes al paladar que sólo eran posible degustar en Málaga. La góndola de helados quedará sepultada bajo las precipitadas aguas de la modernidad. Como un pecio hundido por los cañones de la globalización, su stracciatella de carnaval, su antifaz de tutti frutti y el chocolate de murano quedarán al pairo de bancos de peces atraídos por su deliciosa mercadería. La heladería La Veneciana sólo estará al alcance del recuerdo.

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(Alberto Murante)

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Un buen día para morir

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UN BUEN DÍA PARA MORIR

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El pasado día 1 de Octubre de este que acaba, tuve el privilegio de ser invitado, personalmente por mi querido amigo el escritor Pedro Rojano, a la presentación de su tercer libro –escrito en colaboración con otros escritores que junto a él, conforman el grupo literario «Punto y Seguido»– en el Ateneo de Málaga.

(http://puntoyseguidoescritores.blogspot.com.es/)

El acto, al que asistimos –cómo no podía ser de otra manera– la élite de la guardia pretoriana del Negro Anaranjado, fue un rotundo éxito de asistencia y de apreciación posterior. No sólo por las acertadas palabras de todos los autores, sino por el buen gusto mostrado en las diferentes partes que constituyeron el conjunto de esta presentación literaria: Música, locución e imágenes.

El libro –que contiene un total de quince relatos– se llama «Maneras de Desandar el Tiempo» y junto al citado amigo Pedro Rojano, escriben Andrea Vinci, Inmaculada Reina, Loli Pérez, Miguel Núñez, Isabel Merino y Mauricio Ciruelos.

Un libro absolutamente recomendable y del que ahora, a continuación, inserto uno de los relatos de mi amigo Pedro llamado «Un buen día para morir».

Este es… Disfrutadlo. Un relato que no deja indiferente. Una historia de amor y desolación inacabable.

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Un buen día para morir

Pedro Rojano

«El tiempo lo único que hace es

pintar de cal las paredes de la memoria»

Si hubiese podido elegir, habría muerto el día de mi setenta cumpleaños. Estábamos todos en el restaurante: mis sobrinas, mis amigos…, faltaba Amalia, eso sí, pero seguro que ella hubiese estado de acuerdo.
Desde que me quedé viudo consumo las mañanas jugando al dominó. No me tengan lástima, al menos no todavía, eso del dominó despeja bastante la cabeza y no te deja pensar en otras cosas. Cuando se cumplen setenta años no es bueno pensar demasiado. Todo se vuelve un poco absurdo, lo que creíamos importante deja de serlo, y lo que pensábamos que no lo era, pues eso, que tampoco. Pocas cosas importan cuando a uno ya no le quedan ni tiempo ni ganas para afrontarlas y todo lo que ocurre a nuestro alrededor es como si hubiese ocurrido ya. Son acontecimientos viciados, repletos de lugares comunes. Esas dos palabrejas son de Sebastián, mi pareja de dominó. Sebastián es un tío culto, de esos que leen todos los días. Y escriben. Mi amigo Sebastián escribe. Un día me dijo, todo lo que sucede a nuestro alrededor, los fraudes de los políticos, las catástrofes, las crisis económicas, el argumento de las películas, el famoseo, los matrimonios, los divorcios… todo eso es como si ya lo hubiésemos vivido decenas de veces, por eso sabemos que no tienen importancia, porque el tiempo lo oculta para destaparlo después. Son lugares comunes, me dijo, y a mí aquello se me quedó bien grabado porque no lo había escuchado en mi vida, y eso sí que era importante. Sebastián es un tipo culto. Se plantea cosas, a pesar de que cuando jugamos al dominó no hacemos nada más que contar las fichas sobre la mesa y las que faltan por salir… seis pito, pito tres, cierro.

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El dominó, una de las cosas más importantes que tuve a los setenta. Recuerdo bien aquella partida del día de mi cumpleaños. Sebastián había pasado y yo intuía que tenía el seis doble en la cartera. Estábamos perdidos, pero hice una jugada maestra. Yo sabía que con el cinco cerraba, pero me arriesgaba a perder a los puntos, así que opté por el cinco pito, a pesar de que le ofrecía a mi contrincante la posibilidad de colocar la última ficha. Pero pasó y ganamos. ¡Qué satisfacción me produjo! Sebastián y yo nos abrazamos y apuntamos la cerveza a los otros. Ahí podía haber sido. Morirme, digo. Allí mismo, con la victoria en la mano, agarrando el triunfo justo en el último momento. Pero no.

Regresé a casa por el camino de siempre, no es el más corto, pero es al que estoy acostumbrado. ¿Para qué regresar por otro sitio? Pepa y Olivia dieron muestras de conocerme y me esperaban apostadas en mitad del camino. Me alegró verlas. No suelen visitarme, pero aquel día habían venido a verme. ¿Mi cumpleaños? Yo ni me acordaba. A esa edad ya se ha soplado toda la cera que arde. Estaban tan ilusionadas que sospeché que me pedirían algo, pero se agarraron de mi brazo, una a cada lado, y seguimos caminando hacia mi casa. Qué orgullo llevar a esas dos prendas colgadas de mi brazo, como en mis tiempos mozos en que paseaba con dos morenas camino de la Feria de Abril. ¿Y allí en la feria? También podría haber sido en la feria, ¿por qué no? Algunos vecinos bromeaban al verme con aquellas bellezas. ¡No vas a poder con las dos!, me gritó Carmelo desde el kiosko y me recordó con un gesto que ya no estoy para esas historias. Quise gritarle que eran mis sobrinas, pero ¿para qué? A veces damos más explicaciones de las necesarias. Eso es otra cosa que se aprende cuando se llega a viejo. Explicaciones y excusas las mínimas, que ya no hay tiempo para tanto engaño.

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Al llegar a casa me cambié de zapatos y salimos hacia un restaurante cercano. Allí me esperaban los compañeros del dominó, quienes tuvieron que darse prisa para llegar antes que yo. También estaban Héctor y Enrique, los dos únicos amigos que conservo del colegio. Ambos me conocen tan bien como yo a ellos, por eso me gustan. Después de tantos años, no necesitamos hablar para pasar el rato. Ellos crecieron conmigo, comparten todos los acontecimientos buenos y malos que nos tocó lidiar en todos estos años. Estaban allí para ser testigos de un nuevo cumpleaños, una nueva década que se me antojaba más corta que las demás, y a pesar de ello comenzaba a considerarla más jugosa, porque cuando se es viejo cualquier tiempo presente tiene más cuerpo que los recuerdos del pasado, y por supuesto mucho más color que el futuro. El presente es como un buen vino descorchado, listo para servirlo y bebérselo a sorbos. Ya no queda tiempo para bodegas. Eso también es de Sebastián, el bribón se las sabe todas.

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También había venido Teresa, menuda belleza era cuando la nombraron Miss del barrio en 1962. Algo tuve con ella, poca cosa, por aquella época no se pasaba de un beso y tres o cuatro manos despistadas, pero después se quedó en nada y los dos seguimos por nuestro camino. Ella encontró empleo en una tienda de novedades que acababan de abrir en la Plaza Nueva y se echó un novio que la llevaba y la recogía en una novedosa Vespa. Yo me marché a la mili, y me olvidé de Teresa y de su Vespa. Pero la casualidad quiso que muchos años después nos encontrásemos. Ella, con sesenta y cinco años tan guapa como siempre, y yo recién viudo. Después de aquello nos vimos muchas veces; muchos cafés, y mucho hablar. Ella más que yo, porque a mí me gustaba oírla. Por algún motivo recuperaba vida estando a su lado. A ella le hacía bien hablarme y a mí escuchar sus anécdotas, tan ingeniosas y divertidas que nos hacían reír, y eso es una virtud. Una virtud que podría sustituir a cualquier concurso de belleza que se precie, por muy joven que uno sea. Teresa y yo nos encontramos al principio y final del camino, y eso da para mucha conversación, que se lo digan a ella; aún quedan retales de su vida que desconozco.

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Y qué voy a decir de mis queridas sobrinas. Olivia es la más pequeña: extrovertida, independiente y descarada. La cara siempre encendida de ánimo, y su sonrisa deslumbrando la calle. Nerviosa como una libélula en plena noche de perseidas. Caprichosa, protestona, presumida como un cimbreante tallo, pero sobre todo muy cariñosa. Ha tenido más de mil novios, pero ninguno le convence, y yo le decía, aprovecha mujer que los años no esperan, pero ella erre que erre, que no. Para Olivia la primavera siempre va después del invierno. Yo siempre he pensado que salió a mí, aunque ella es mucho más valiente.
Pepa es la mayor, servicial y trabajadora. Con los ojos más oscuros que el reverso de una ficha de dominó, y con una injustificada responsabilidad de la que no se ha descargado. Discreta y humilde, puede que un poco reprimida por culpa de los asuntos religiosos. Quiso ser monja, pero entre todos le quitamos las ganas y ahora no es más que una monja sin hábito. Venía acompañada de Arcadio, su marido. Hombretón bueno y un poco tontorrón, aunque eso no se lo digo. Siempre sonriendo con la expresión de que todo está bien. Yo creo que si se derrumbara el suelo a sus pies seguiría sonriendo con esa mirada boba de quien jamás ha sufrido. Pero es bueno con Pepa y ella le quiere, y yo también ¡diantre! Sobre todo porque es a la única visita que soporto. Solo Arcadio continúa mirándome con la misma sonrisa de antaño, con idéntica expresión de infinita credulidad y aceptación. Nadie, excepto él, ha vuelto a ser el mismo.

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En el restaurante solo faltaba ella, mi Amalia. La muchachita que me robó las ganas de explorar el mundo, porque desde el instante en que la conocí, ya no hubo mundo que explorar más allá que el suyo. Ella fue mi continente, mi mar, todas las ciudades. Me abandoné a su cariño desde el primer momento y ella no lo soltó hasta el último suspiro, aquel día en que la mala suerte decidió que a partir de entonces me quedaba solo jugando la partida. Podría haber sido allí mismo, junto a ella, acostado sobre la colcha para no estropear el embozo. Algo me advirtió de que se iba. Me miró con la compasión de la madre que nunca fue y me besó en los labios con un beso seco y débil. Su rostro parecía marchito y sin color. Yo la besé en la mejilla, dos veces. Y entonces se marchó. Así de fácil. Estábamos en la cama de nuestra casa. Solos, como siempre nos había gustado estar, disfrutando de nuestra compañía, que a esas alturas de la vida era como estar uno con uno mismo sin estar solo, porque los viejos que han estado mucho tiempo juntos forman tanta parte el uno del otro que es como si no hubiera dos. Cuando uno se resfría, lo hace el otro, cuando le duele el lumbago, al otro le duele la ciática, cuando uno tiene ganas de reír, el otro no puede parar de hacerlo y cuando se trata de llorar no hay otra forma de hacerlo que juntos. Pero cuando uno se muere no ocurre lo mismo, al menos no fue así conmigo, y así tenía que haber sido. Ya lo creo. De todas las cosas que tuve en mi lista como imperdonables, la única que sobrevive es esa. Haberla dejado sola en la muerte. Aunque, en el fondo, no es algo de lo que me arrepienta del todo, pues me quedé como fiel guardián de su recuerdo que es la mejor manera de homenajear a los muertos.

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Las misas, penas y llantos solo sirven para enterrar aún más al que se ha ido. En su sepelio no dejé que se hablara de otra cosa que no fuera de ella, de sus recuerdos, de sus manías, de su manera exquisita de preparar las lentejas, o de su enconada lucha para que los sobrinos se lavaran las manos antes de sentarse a la mesa. Que se hablara de su afición por las novelas baratas de amor. Del cariño que siempre tuvo a sus buganvillas y al jazmín que brotó, sin que nadie supiese por qué, de uno de los macetones de la terraza y que regaba siempre con lo que me sobraba de la cerveza porque decía que era buena para que oliesen bien. Quise que se recordase también su terrible sentido de la orientación que nos hacía pelearnos en medio de una algarabía de tráfico y ruido. De su ilusión por los niños que nunca pude darle, y de su miedo a morirse antes que yo. Pues así fue. La gente dice que el tiempo lo cura todo, pero no es exactamente así.

El tiempo lo único que hace es pintar de cal las paredes de la memoria, pero la lluvia de noviembre agrieta la cal y desconcha las paredes, y algunos recuerdos salen a la luz. Luego regresa la primavera y se vuelve a blanquear, y parece que todo es nuevo, y los jazmines vuelven a florecer y los jilgueros se dejan oír, escondidos entre las ramas de los olmos de la Plaza Nueva, pero las grietas siguen ahí, como un mal recuerdo. El tiempo lo cura todo, eso dicen, pero no es verdad. Yo aún llevo a Amalia grabada en mi piel con la fijeza de cientos de tatuajes, uno por cada día que pasé con ella, y tres por cada día desde que se fue. Pero eso no lo sabe nadie, porque ya procuro yo que no lo noten, es fácil cuando se tiene un buen compañero de dominó que además es poeta. Amalia y yo nos debimos haber marchado de la mano un 5 de noviembre de hace cinco años, cuando aún teníamos fuerza en el corazón para mandarlo todo a freír espárragos. ¿Antes dije que habría elegido morirme el día en que cumplí setenta años? Pues me equivoqué.

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Pensándolo bien, tampoco importa mucho. Cualquier día puede ser bueno, siempre y cuando uno pueda despedirse. Porque es necesario despedirse. Nadie se marcha a un viaje sin besar a aquellos a quien quiere, sin abrazarse justo antes de embarcar. Las despedidas tienen que ser cortas, pero han de celebrarse con emoción y con alegría, ¡diantre! Porque a los viajes se lleva la ilusión en el rostro y no esta ictericia de mierda con la que amanezco todos los días. Yo no tendré despedida. Me marcharé cualquier día sin número y sin mes, y será un alivio para todos. Más aún para mí.
A las seis de la mañana entra la luz por la ventana de la habitación. Una enfermera se acerca al cabecero de mi cama y posa su manota sobre mi frente. Me toma la tensión sin preocuparse si aún estoy dormido, y después saca un termómetro y me lo introduce debajo del sobaco elevando con brusquedad mi brazo. Se va.
Pepa llega a las ocho de la mañana, suele ser muy puntual, descorre los visillos de la ventana y suspira. Suspira tres o cuatro veces antes de comenzar a limpiar la mierda que se ha acumulado durante la noche. Lo primero que hace es destaparme y dejar que mi cuerpo viejo, fofo y repleto de pústulas, se muestre a los ojos de quien vi nacer. Pepa se arremanga, separa mis piernas con dificultad, porque aunque ella no puede darse cuenta, aún conservo migajas de energía para mantener cierta dignidad.
Los médicos dijeron que un ictus había paralizado una parte de mi cerebro. Dijeron que me había salvado gracias a un milagro. ¡Un milagro! Dijeron que a partir de ese momento no podría hablar, ni moverme, y que probablemente no me enteraba de nada. Un milagro, dijeron. Tampoco puedo gritar, ni llorar, ni decirle a todo el que entra sin permiso en mi habitación que no quiero verle, porque hace tiempo que no debería estar aquí, hace tiempo que debería haberme ido. Un milagro es lo que necesito ahora.
Los trapos manchados de excremento van brotando como flores muertas de las manos de Pepa, quien con un rostro resignado pero aún afable, realiza su trabajo entre suspiros. Pepa ha encontrado al fin su vocación, y yo diría que se ha valido de mí para reafirmase en ella. Pepa, al igual que mi Amalia, no tiene hijos, y por muy absurdo que parezca ha entendido como responsabilidad suya todo lo que está haciendo por mí. ¿Por mí? Por mi viejo y podrido cuerpo. Todo eso lo pienso mientras la veo repasar con un paño húmedo de agua tibia cada palmo de mi piel, como si mantenerme limpio pudiese refugiarme de la humillación. A veces le acompaña Arcadio, comprensivo, servicial, estúpidamente risueño, quien me observa desde la distancia como antes lo hacía, con aquella sonrisa bobalicona que parecía soportar cualquier esperpento que ocurriera delante de sus ojos, la humillación más grotesca. Se sienta en una silla en la esquina de la habitación y observa a Pepa lavarme los brazos, el pecho, las piernas, el culo, y mis partes. Arcadio sonríe puerilmente, y las horas se le van derramando bajo el sombrero. Quizás por eso le aprecio: compartimos el mismo estado vegetal. Supongo que ahora debería entenderlo. Puede que si alguien me mostrase un espejo vería la misma sonrisa estúpida debajo de mi nariz.

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A lo largo de los meses que llevo aquí tumbado, he visto desfilar ante mí a todos aquellos que aprecié y de los que nunca pude despedirme. Ahora ya solo preguntan por lo que como, si he dormido, cuántas veces he cagado y el color que tienen mis heces. Mis amigos se han hecho acreedores del tono de mis heces, y es importante que sepan al detalle el volumen y la consistencia. También Teresa, también. Ella viene dos veces en semana, habla mucho con Pepa, ahora es a ella a quien le cuenta aquella parte de su vida que me perdí. Lo hacen susurrando, como si fuese un insulto para los muertos oír cómo fluye la vida. Antes de marcharse, mira hacia la cama con una mirada lastimosa que pretende ser compasiva, pero no dice nada. Besa a Pepa y se marcha recordándole lo bien que se está portando con su tío y todos aquellos bienes a los que se está haciendo acreedora cuando llegue al cielo.
De igual forma, me hieren las miradas piadosas de mis compañeros de dominó, que vuelven a ser cuatro, e incluso el poema estúpido que leyó Sebastián mientras una enfermera me cambiaba la sonda en su presencia. Soy testigo del olvido a cuentagotas de mis vivencias, sustituidas por la cruel letanía de síntomas, diagnósticos, medicaciones y cuidados paliativos a los que me veo sometido. La enfermedad ha devorado mi cuerpo, y ahora se ceba con los recuerdos.

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Olivia nunca ha venido a verme.
Todos hablan mal de ella. Susurran que tan solo vendrá cuando haya que repartir el poco dinero que me quede. No es verdad. Olivia siempre supo que yo me despedí de ella aquel día de mi setenta cumpleaños. Recuerdo muy bien su rostro, su mirada viva, luminosa. Su entusiasmo al hablar, sus manos inquietas. Recuerdo muy bien a Olivia, y no quiero volver a verla. Supongo que algo así le ocurre a ella. Una vez me dijo que si tuviera que elegir un día para morirse escogería el día en que se enamorase de alguien con la misma pasión que yo sentía por Amalia. Ese día, me dijo, ya no querría vivir más. Se despediría de todos sus amigos con una gran fiesta y estaría haciendo el amor durante toda la noche. No dije nada, y ella creyó que no la había oído. Sí la oí, pero yo estaba pensando en Amalia, en la noche en que supe que estaba enamorado de ella. Si hubiera muerto ese día, me habría perdido muchas cosas.
Puede que ya no esté tan seguro de elegir el día en que hubiese querido morir. Juzguen ustedes y elijan por mí, pero hagan el favor de darse prisa.

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(*) Todas las imágenes que ilustran esta entrada son obra de Edgar Ende

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TUNO VIEJO

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TUNO VIEJO

Hace unos días, (en mi anterior post en este blog) escribí acerca de las indeseadas circunstancias que nos acompañan en el último trayecto de nuestra vida. Ese artículo, estaba escrito de forma jocosa y exagerada como correspondía a mi propio deseo de desdramatizar esa etapa vital en la que se van escondiendo –acobardados y contritos–, los reflejos y las aptitudes; las prebendas que el simple hecho de nacer regala cuando se empieza la senda y que la edad, cuando va creciendo –cicatera que es cómo nadie– se encarga de arrebatarnos. Hoy, miren Uds. por donde, les voy a hablar de otra de esas facetas que va perdiendo fuelle por eso del inevitable transcurrir de la vida. La salud. En realidad, me refiero a la mala salud final. Y esto, cómo se comprenderá, no resulta ni tan jocoso, ni tan agradable de leer.

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Vamos a ir por partes (en este caso puntualizaciones) que como es habitual –y no sé realmente el porqué– son siempre tres. Después, como los ingredientes de una buena mayonesa, las ligaremos todas para conformar el final deseado que no es otro que un relato que voy a adjuntar de un querido amigo. Póngale ajo a la salsa, al que así le apetezca, para que pique con razón.

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La primera parte y/o puntualización:

Es el protagonista central de todo este artículo, mi querido y admirado amigo Pedro Rojano o lo que es lo mismo Pedro González Caraballo, o lo que es lo mismo, el Caraladrillo, o lo que es lo mismo, el Papilla o lo que es lo mismo –y cerremos el círculo vicioso– mi querido y admirado amigo Pedro Rojano. Pedro Rojano, es un fantástico y laureado escritor malagueño; este año sido el ganador –también de otros muchos anteriores– del primer premio del XIV Certamen de Declaraciones de Amor que convocó la Red de Bibliotecas Públicas del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga. Entre más de cien trabajos literarios, él ha sido el galardonado; ahí es nada.

Y es este querido amigo, el autor del texto –precioso texto con final inesperado– que ahora, al final, vais a tener la oportunidad de leer. Si así lo queréis.

La segunda parte y/o puntualización:

Situemos al lector en el escenario adecuado: Tanto Pedro como yo formábamos parte in illo tempore de la Ilustre Tuna de Económicas de Málaga; hoy, en la Sección Emérita; es decir, retirados. Aunque eso de retirados (en mi caso sí que lo estoy completamente, salvo de las periódicas reuniones bimensuales y algún acto preciso) en el caso de Pedro, es un decir. Y es un decir, porque Papilla, sigue en activo; Y, se preguntarán Uds.… ¿Cómo es eso, disponiendo de las edades que se maneja? Pues lo voy a explicar:

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Y lo explico: Porque hoy, impensadamente y desde hace unos años, hay un renacimiento insólito y excepcional (a mi modo de ver) en cuanto a las Tunas Universitarias Clásicas. Y ese renacimiento ha sido posible gracias a una nueva especie llamada “Cuarentunos” que no son otros que los ex componentes, de Tunas Universitarias, entrados en décadas: Los Cuarentunos, son erróneamente llamados así; porque la mayoría rondan (que apropiado) y/o superan el medio siglo de edad y –en muchos casos– se acompañan de algún lustro más cómo guarnición. Así que estos deberían –por cuestiones temporales y semánticas– pertenecer a cincuentunas y/o a sesentunas. Generalizando: Tunosaurios o Antidiluvitunos. Debo de aclarar que Pedro no se siente en absoluto perteneciente a ninguna de estas especies mencionadas. El sigue siendo Tuno activo por derecho. No de Derecho, de Económicas, volvamos a aclarar.

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No obstante para gozo y regocijo del segmento, esa especial e inacabable predisposición que tienen estos amigos a seguir divirtiéndose y disfrutar de la música, proporciona una nueva vitalidad, un nuevo vigor y empuje en una institución que –hubiese sido una pena–se podría haber diluido en ese piélago execrable que es el olvido o lo que es peor: denostada por el injusto desaire y menosprecio de pamplinas fanáticos e intolerantes “modelnos tontosajones” que no saben de qué va la cosa de la tradición y lo presuponen todo.

Gracias al empeño y a la determinación de estos antiguos Tunos (ya todos no sólo situados, sino casi entrando en la meta final de su vida laboral) se ha desencadenado (aclaremos que no me refiero a los Tunos oficiales en activo, que esos llevan, como siempre, su tarea de serie) lo antes mencionado: un renacer, un resurgir del arte del buen trovar y del mejor cantar, de la indiscutible solvencia en la disciplina del disfrutando y libando someramente (en casos, no) divertirse. Del perseverar y afianzar amistades que vienen de muy lejos. Y también, de camino, contribuir a no perder un tipo de música que – manque le pese a muchos snobs– tiene más historia y solera que bastantes de los estilos actuales de música.
Y estos viejunos ayudan –y muy mucho– a perpetuar este estilo de vida.

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Y la tercera parte y/o puntualización, y ya terminamos:

El querido amigo y escritor antes citado, me remite un relato –yo conozco bien esa situación que narra– en el que se cuenta sobre una reunión de antiguos componentes de la Tuna Universitaria de Económicas y en la que –con la excusa de no se sabe bien qué– volver a compartir mesa y mantel; volver a contar otra vez mil recuerdos y anécdotas otras mil veces contadas; rememorar exagerando hasta lo chocante chascarrillos y viejas aventuras que ya –desafortunadamente– no volverán con toda seguridad a producirse. Siempre, malamente acompañados por alguna ausencia irreparable y, sobretodo, con las decadencias físicas aportadas por las antiguas amistades que perduran en el tiempo.
Es este, un relato tan tierno cómo desolador por su inapelable viso de evidencia y veracidad. Una crónica bien situada en el tiempo y en ese lugar común que todos los del gremio tenemos en nuestra memoria y que nos lleva –sin quererlo ni poderlo evitar– a la triste realidad de las facultades perdidas. A las capacidades dormidas. Al inevitable desenlace del viaje existencial que a todos nos ha de llegar.
Un relato apesadumbrado y afligido que sólo nos alegra un final imprevisto. Inesperado; muy a la Roald Dahl manera. Y que desde aquí os recomiendo leer encarecidamente. Sin nostalgia de lo pasado. Sin la morriña y la melancolía de lo que fue o de lo que, por tu bisoñez, pudo ser. Porque no hay mayor martirio que soñar –sin renunciar a él– con un pasado que es imposible volver a vivir con la misma intensidad e ilusión que fue vivido.

Este es; se llama El Regreso del Profeta y está incluido en un libro de relatos llamado «La naturaleza del ladrido»:

EL REGRESO DEL PROFETA

Disfrutadlo. es de Pedro Rojano.

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LAS CRÓNICAS DE PEDRO ROJANO.INDIA

LAS CRÓNICAS DE

PEDRO ROJANO


INDIA

Domina mi querido amigo Pedro Rojano, variadas disciplinas. Es capaz de interpretar piezas musicales tremendamente complejas con un instrumento tan injustamente tratado por los músicos profesionales como es la bandurria. Con una maestría apabullante.

También posee el don de la expresión con la palabra. El de la escritura. Si a eso le sumamos un carácter absolutamente cordial y afable, resulta que casi siempre es pieza clave en las reuniones a las que solemos acudir.

Pedro, también –y puede que sea por eso lo de buen escritor- es un viajero impenitente. Y tiene la costumbre de ir plasmando, en letras e imágenes,  sus experiencias de los periplos que realiza por todo el mundo. Para compartirlas.

Me ha dado su permiso y aquiescencia para poder ”fusilar” sus Crónicas Viajeras para que yo pueda insertarlas aquí, en el espacio dedicado a las guías de viaje de este blog.

No son guía al uso donde figuran la intemerata de datos, la profusión de direcciones. Son estas unas crónicas fáciles de digerir. Solo pretenden imbuir al futuro viajero del espíritu del país al que se va a desplazar. Y eso es de agradecer

Porque de eso se trata. Para lo otro, está el National Geographic.

Este es su relato (somero) de su viaje a la India.

Disfrutadlo!! Aquí está:

Las Crónicas de Pedro Rojano. India

Y esta es la dirección de su blog llamado: Lugares Posibles.

http://pedrorojano.blogspot.com.es/

Phir milte hai (Adiós! Hasta luego)

PUNTO Y SEGUIDO.CUANDO VIVÍAMOS AQUÍ.

 

CUANDO VIVÍAMOS AQUÍ

Mi amigo Pedro Rojano es amigo desde los principios. Aquellos tiempos en los cuales la amistad se afianza para siempre y que -además aún hoy- se adoba y alimenta con entrañables reuniones periódicas. Pedro, es un impenitente viajero y también es  escritor aficionado. Así, de este modo, cuando él hace un viaje, nos beneficiamos todos no solo de sus relatos “In Personam” sino que además, los podemos saborear mas despacio en un blog que maneja y donde refleja sus experiencias viajeras con todo lujo de detalles y magníficamente descritos.

Pedro, para que nada se le escape en futuros trabajos, pertenece y habitúa un grupo de amigos de la escritura llamado: Punto y Seguido. Es en ese grupo donde pule su estilo y donde – junto a otros amigos aficionados- juega con esto del juntar palabras con método y siguiendo las reglas de juego literario.

Ahora, estos amigos, publican un libro –el segundo- llamado: CUANDO VIVÍAMOS AQUÍ.  No es esto sino un compendio de ilusiones en forma de relatos escritos por los componentes del grupo donde reflejan el resultado satisfactorio de dieciocho meses de trabajo.

El próximo día 30 de Septiembre. El grupo, presentará este en el Ateneo de Málaga (Plaza dela Constitución). Así que estáis todos invitados a esta presentación.

Podéis haceros una idea mas amplia de este grupo, y de sus ilusiones y proyectos, en este link que os pongo, para que -si así lo queréis- podáis incluso entrar en su página de Facebook.

Dedicadles unos minutos.  A lo mejor es el principio de una larga amistad. Tan larga como la que yo –afortunadamente- mantengo con Pedro.

Este es el enlace:

http://chawtonstreet.blogspot.com/2011/09/cuando-viviamos-aqui-nuevo-libro-de.html

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