En su día, tomé la firme decisión de no insertar en mi blog ningún artículo acerca de alguien que se hubiese ido definitivamente de esta vida. No sólo por la tristeza que me produce escribir sobre ese amigo o familiar, sino porque, a causa de la edad que ya cargo sobre mis espaldas, este tipo de textos necrológicos, tiene todos los visos de volverse habituales y muy frecuentes.
Es lo que se llama en literatura un “Bartleby”. Un “preferiría no hacerlo”. Ya lo describió magistralmente Herman Melville en su obra “El Escribiente” y posteriormente Gay Talese en su otra llamada “Bartleby y yo”. Aparta de mí este cáliz que dijo el hastiado y abrumado Jesús.
Pero, después de haber mantenido firmemente esta decisión (y no crean que sin esfuerzo) va, y se me marcha para siempre mi querido amigo Miguel Ángel Cumpian, en adelante, Pelúo. Y no puedo, me cago en tó lo que se menea, no puedo evitar volver a escribir en esos términos tan dolorosos como indeseados.
No puedo dejar de exponer públicamente mi dolor por la ausencia. Mi pesar ante la evidencia de que ya no volveré a oír su voz nunca más. No podré tocar con él ninguna canción de la Incredible String Band o de Paul Simon. Nunca volveré a tomar una taza más de café abajo en el valle como nos gustaba a él, a Dylan y a mí.
Es muy complicado contar una anécdota, de entre las cientos que yo viví con mi querido Pelúo. Porque entre la multitud de ocasiones que el vino a mi casa para pasar una enriquecedora velada (todas las veladas con él eran enriquecedoras) y la otra multitud de ocasiones que yo fui a su casa en Calle Frailes para otras tantas, suman esas cientos de anécdotas a las que antes me refería.
(Dibujo de Miguel Ángel Cumpian)
Hoy en día, en que Málaga se ha transformado en un parque temático para turistas, para esos viajeros esporádicos sin alma, voluntad e inteligencia, los extraños que ocupen ocasionalmente ese edificio de Calle Frailes, se asustarán cuando por la noche y en el poco rato que la ciudad regala silencio, oigan a Van Morrison -desde no se sabe qué lugar de la casa- quejumbroso y lastimero. Cuando se den cuenta de que alguien desconocido declama un poema original, acompañado de unas bulerías salidas atropelladamente de una guitarra fabricada por Ramón Marín en la Cruz Verde. Se aterrarán cuando perciban el ruido de la imprenta tipográfica del árbol de Poe y huelan el aroma del papel y la tinta que –siempre en folios de color azul– atiborraban la mesita de noche con los escritos y versos que a Miguel Ángel Cumpián les salían del alma y también, por qué no decirlo, de sus mismísimos cojones. Y ya, no querrán volver a ese edificio, con la plena convicción de que allí viven multitud de espíritus. Creativos y artísticos, pero espíritus al fin y al cabo.
Yo, como su escriba y amanuense, jamás olvidaré la confianza, la amistad y el cariño que depositó en mi persona; y siempre, siempre, lo llevaré dentro en mi corazón. En mi imperecedero y entrañable recuerdo.
Hasta la vista, Pelúo! Deja alguna botella de whisky, allá donde estés, para que la estrujemos juntos. Para volver a mirarnos a la cara y tomarnos One More Cup of Coffee to the Valley Bellow.
“Tenemos mi querido amigo Diego Cumpián y yo, de vez en cuando, la sana costumbre de intercambiarnos regalos en forma de libros de tinta impresa en papel. Es una sana costumbre que mantenemos a pesar de haber caído los dos en esa trampa cruel y sin alma que es el libro electrónico que sólo entiende de formatos y porcentajes de lectura.
Su último regalo, el de mi querido Diego, consistió en el nuevo libro de Juan Miguel González del Pino: «La Lluvia Prometida«: Un fantástico recopilatorio de la poesía de Juan Miguel que puede usarse (yo lo hago a menudo) cómo libro de cabecera y descanso del leedor.”
Así empezaba un artículo que escribí hace ya más de siete años y que ahora, amplío y complemento porque viene al caso:
El caso:
Sigo conservando desde aquellos tiempos –y releyendo a pequeñas dosis, es sana costumbre– este libro del Poeta y querido amigo Juan Miguel González del Pino junto al último Diario de mi tío el también poeta José María Souvirón; ocupan el uno y el otro, junto a la inefable Kindle, la pequeña biblioteca del dormitorio que es mi mesita de noche.
Ambos dos volúmenes (se me perdone el pleonasmo) son ejemplares que leo recurrentemente vezencuando (esto es un oxímoron y un barbarismo respectivamente) y a los que acudo para que la mirada y su gemela la vista, puedan descansar de la tiranía acomodaticia de la pantalla de mi libro electrónico (E-reader para los de la pérfida Albión y otros usuarios de dicha lengua).
Ambos dos –ahora recurro a la similar redundancia, que junto al pleonasmo me dan la oportunidad de insertar figuras literarias que molan mucho y dan un toque de cierto conocimiento gramatical que, en mi caso, es totalmente impostado– forman parte, vuelvo a indicar, del conjunto de bártulos que configuran el atestado paisaje de dicha mesita de noche.
Sigo…
Hoy es, día 23 de Junio, la víspera de San Juan Bautista. Fiesta que celebraba el pagano solsticio de verano y que, otrora, cuando aún estábamos con las facultades físicas en vigor, aprovechábamos para danzar alrededor del fuego, saltar (los más arriesgados) la hoguera y, los más pragmáticos, en atiborrarnos de sardinas, dar rienda suelta a los instintos carnales y zambullirnos en el agua para volvernos más guapos (el que le hiciera falta) según sugiere la conmemoración de dicha fiesta hereje.
Y es que uno –que el Dios de los hebreos me perdone– ha tirado siempre por la senda salvaje de la irreligiosidad y la gentilidad; circunstancias que suelen ser muchísimo más divertidas y proclives al desmadre y al exceso. Todo lo contrario que los dos poetas antes citados que son más respetuosos, sensatos y, en cierto modo, circunspectos que este que os escribe, más admirador de Lou Reed que de Santo Tomás de Aquino. Más de Pink Floyd que de San Agustín de Hipona. Más de King Crimson y de King Kong si se me aprieta, que de Santa Teresita de Jesús.
Pues bien, aprovechando la circunstancia, y para celebrar esta festividad oportunamente, se me ha ocurrido insertar en este blog un poema del citado Poeta Juan Miguel González que, con su maestría lírica habitual y su especialísima sensibilidad, dedica a esta noche y que para vuestro deleite, transcribo aquí. Una deliciosa composición que deberíais leer saboreando cada línea, para vuestro gozo y disfrute. Con la atención debida para vuestro agrado y satisfacción que diría un ínclito Rey emérito de esta nuestra querida nación. ¡VERDE!
Viniendo de una familia católica, apostólica y romana, no sé de donde ni cómo diantres he salido yo.
Toda la Semana Santa se vivía con recogimiento –hablamos de mediados de los años sesenta y yo contaba, como mucho con diez gloriosos añitos- en la familia Souvirón.
Empezábamos el viernes de Dolores con el adecuado menú preparado con la pertinente intención de no comer carne: Lentejas con frituritas de bacalao. Después, ese mismo día, acudíamos a la celebración de llamados “Oficios” qué aún hoy en día no sé qué caramba conmemoraba. Eso sí, recuerdo entre brumas el look morado de muchos de los celebrantes.
El Martes Santo, este que os escribe salía de penitente en la Cofradía del Rocío luciendo paquete bocadillero en la entrepierna. El Miércoles Santo, mi padre, como correspondía a su cargo de Comandante Jefe del Real Cuerpo de Bomberos de Málaga salía al frente de la Banda de Cornetas y Tambores de dicho cuerpo y posteriormente en la presidencia de la comitiva de Nuestro Padre Jesús de la Misericordia.
El Jueves Santo era compartida la devoción ( y desfile de los hermanos Souvirón) entre Viñeros y Esperanza; y el Viernes Santo y aquí llega el meollo de este artículo, volvíamos a deglutir el acostumbrado menú lentejil-bacaladero, esperando el gran momento de las tres de la tarde que era esa la hora en que Nuestro Señor Jesucristo, expirando el último suspiro, le reprochaba a su Padre – en un perfecto catalán- el marronazo que le había hecho pasar. Ya saben, eso de … Pare meu, Pare meu, Per què m’heu abandonat?
Llegan las tres de la tarde, sigo contando. En el salón de mi casa de Barcenillas, con el monte y su Castillo de Gibralfaro a través del ventanal sobre nuestras cabezas, mi abuela Matilde y mi Tío –que eran entrañables y queridísimos okupas en nuestra casa- mis padres, los cuatro hermanos, el ínclito yerno Joseluís y la tata Manola nos arrodillábamos en el salón para que a la (terrible y temida) hora justa del fallecimiento de Nuestro Señor, entonar un pío y devoto Padrenuestro (Versión antigua) como señal de respeto y consideración por tan doloroso aniversario.
Nos arrodillamos mirándonos disimuladamente de reojo los unos a los otros (ya se sabe el irreverente e inoportuno sentido del humor de la familia en actos prudentes y severos) temiéndonos lo peor que no era sino lo que en un minuto habría de suceder. Como cada año, aclaremos. Como cada año.
Padre Nuestro que estás en los cielos… entona mi padre serio y circunspecto…
Primer gruñido solapado. No se sabe de quién procede pero el gruñido suena de incógnito entre los que ocupamos el salón, diez almas benditas y nuestro perro Cuchi que siempre nos acompañaba tendido en el sofá y alucinado con la escena que se le presentaba delante de sus atónitos ojos.
Segundo gruñido no tan solapado esta vez, con acompañamiento de carraspera de contención inútil. Santificado sea tu nombre… continúa mi padre cariacontecido en viéndolas llegar.
El grupo familiar arrodillado, ya os digo, comienza a dar bandazos inquietamente. Llegan los temblores. Los cuerpos tiritan a causa de la risa contenida que está a punto de llegar de forma arrolladora e irresistible.
Venga a nosotros tu reino… dice mi padre con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos llenos de lágrimas no sabemos si por aflicción o por puro cachondeo.
Y llega la explosión! Mientras se oye desde la televisión la lúgubre y pesarosa voz de Don Matías Prats Cañete – que era una mezcla infame de NO-DO y partido del Bernabéu- La familia Souvirón, de manera incontrolable y totalmente espontánea (o no) se revolvían en el suelo de su casa ante el horror de mi abuela, mi tío y mis padres pidiendo moderación ante tamaña blasfemia pero eso sí, con un enorme dolor producido por calambres en el costado de tanto aguantar la risa.
¡Qué días más felices, aquellos de antaño, cuando aún estábamos todos!
Así que hoy, aún en día, me sigo preguntando.. Viniendo de una familia católica, apostólica y romana, no sé de donde ni cómo diantres he salido yo. O sí!
Llevo unos cuantos días con el estribillo de una canción de Triana llamada “Necesito” metida en la cabeza y no se me va. Todo el día.
Casualmente, hoy, hace justo tres años, me quitaron un riñón debido a un tumor maligno que me estaba devorando por dentro con una velocidad sorprendente y una eficacia atroz.
Nueve meses después, me comunicaron que la metástasis había aparecido y que era inoperable. Me trataron –y siguen tratando– en el IBIMA del Hospital Clínico para realizar un ensayo clínico conmigo. El tratamiento, dos años después, está resultando enormemente exitoso. Mi calidad de vida ha cambiado radicalmente –para muchísimo mejor– gracias a dicho tratamiento y gracias también al trato afectuoso y empático de todo el personal de dicho departamento.
Pues bien, hoy en día, desde la satisfacción, la alegría y el contento de cómo me encuentro física y mentalmente, ya os digo, no paro de tararear la canción de Triana cambiándole, eso sí, algún orden en las estrofas.
Dice así:
“Necesito, agarrarme a la cola del viento para poder volar. Porque la vida se me va y del pasado no voy a vivir. Y con mi tiempo, yo quiero sentir.”
La mente, amigos míos, es muy poderosa. Y la coincidencia de la fecha con el recuerdo de esa letra a todas horas de estos días, no puede ser baladí.
No hay época más rememorativa para este que os escribe, que la Navidad.
En estas fechas, la mente –que a veces es cruel y carente de sentimientos– nos trae a colación los recuerdos que parecían que estaban olvidados y no estaban sino acomodados en uno de los muchos pliegues de nuestro cerebro. El pliegue del afecto, del cariño, del apego. El pliegue de la ternura y del amor. El pliegue más fraternal que tiene nuestra memoria.
De pronto –sin venir a cuento más que la fecha y los anuncios publicitarios que nos acucian, porque ya ni el clima acompaña– me llegan señales tan íntimas y apreciadas que vuelvo a oler los rosquitos que mi madre hacía por estas fechas. Reaparece el aroma de los pinos del monte que bajaba hacia nuestra casa sin la falaz oposición de las barreras arquitectónicas que también nos impidieron en su día, las vistas del Castillo de Gibralfaro. Llega también el calor del cisco y el picón que mi tata Manola encendía en el brasero fuera en la calle que aún estaba sin asfaltar. Y la alhucema, aquella dulce alhucema prendida en las ascuas que paseábamos por toda la casa para perfumarla y librarla de malos augurios. Aún ahora, incluso sin el humo, me vuelve a provocar lágrimas y picazón en los ojos por eso de la añoranza por los tiempos que se fueron.
El sabor del Anisette Marie Brizard parece volver por el día de la lotería como antaño, aunque yo ya no lo tenga invitado; y también, suena la sempiterna cantinela (aún en pesetas) que parecía otorgar mucho más dinero que ahora con la impersonal moneda europea. El pequeño tamborilero canta otra vez por Raphael en el picú del Reader’s Digest y le echa un pulso a los Christmas Carols de Sinatra, Bing Crosby, Nat King Cole o a cualquiera de esos crooners que aún hoy en día me siguen acompañando por estas fechas navideñas.
Los cánticos de siempre musicados con la guitarra de mi hermana, vuelven a sonar y la mesa… la mesa, sigue llena con esos familiares tan queridos y añorados que ya no están. Todos esos recuerdos, todos, afloran en mi mente en estos días cuando llega la Navidad.
Mi queridísimo y respetado amigo y Poeta (ya saben, y no me canso de repetirlo, con mayúscula primera) Juan Miguel González del Pino, empeñado en hacerse fuerte en el rincón más entrañable de mi memoria me regala –como cada Nochebuena– este poema que hoy, como no podía ser de otra manera, publico en este blog que es tanto mío como suyo.
La tarde noche del cuarto día en La Habana, se dedicó a recoger el coche apalabrado desde España, que como todo en Cuba, resultó un despropósito de trámites y burocracia en su mayor parte innecesaria e inútil. El tiempo allí no existe. La eficacia, tampoco.
Un utilitario Hyundai; pues todos los vehículos grandes estaban pillados para la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del G-77 más China. El utilitario, resultó ser mucho más amplio de lo esperado y quedamos tranquilos. El día siguiente, saldríamos ya para la aventura. Tomaríamos la “Autopista Nacional de Cuba “ en dirección a nuestro primer destino: Cayo Coco. “Autopista Nacional de Cuba”; un eufemismo atroz e innecesario.
No puede ser una carretera más peligrosa y mortífera: Baches que son socavones muy profundos y que pillan todo el ancho de la carretera. Nada de señalización en el asfalto y, las luces, “brillan” por su ausencia. Así que siguiendo los consejos que nos habían dado los anteriores días, sólo condujimos de día y eso nos salvó de un accidente seguro.
Eso sí, con una continua exposición de coches averiados remolcados por carros tirados por un solo caballos y algún que otro almendrón estropeado en la cuneta.
La “Autopista Nacional de Cuba “ te lleva a Cayo Coco por un precioso y lisérgico corredor verde de algo más de 500 kilómetros. Ponle siete horas de conducción debido al estado demoníaco de la carretera y también al problemático suministro de combustible.
El suministro de combustibles, esto, merecería un capítulo entero y aparte para narrar la odisea que conlleva el simple hecho de echar gasolina:
1)Sólo puedes repostar 10 litros en cada parada de la gasolinera. 2) no todas las gasolineras tienen el tipo de combustible que necesita tu coche. 3) las que disponen de ello, pueden o no pueden tener existencias… Así que durante esos 519 kilómetros de trayecto, tuvimos que parar en cada una de las gasolineras que nos encontrábamos que tampoco eran tantas. Pero ahí no acaba la odisea:
4)Cuando por fin encontrábamos una gasolinera idónea, nuestro guía, Maxi, como intendente general (Pepa era la extraordinaria conductora) debía de bajarse del coche. Acudir a una ventanilla con su cola correspondiente. El trabajador, a mano, apuntaba en una libreta la matrícula del coche y el número de permiso de la compañía de alquiler. Una vez efectuado este requisito, tenía Maxi que desplazarse a otro local –a lo mejor dos calles más abajo- visar esos datos y volver a la ventanilla primera para que – después de otra cola- le dieran permiso para repostar los consabidos 10 litros de gasolina: 8 litros en el surtidor 9 y los 2 restantes en el surtidor 11. Eso sí, los 10 litros nos costaba al cambio 1,30 euros. Lo diez litros!!!! Todo los conductores locales viajan con garrafas enormes llenas de combustible. Imaginad el desastre de un choque en cadena!!!
Todas esas circunstancias adversas, no paliaban la admiración que sentíamos por las tremendas vistas que nos regalaba el paisaje; muros frondosos de vegetación coronados por unos insolentes cocoteros que te trasladaban a aquellas películas americanas de los años 50 de Hawáii y similares. Tucanes y mil aves irreconocibles sobrevolándonos, cangrejos enormes cruzando la carretera y una naturaleza exuberante que nos llevaba al borde del síndrome de Stendhal. Todas las molestias que se presentan en Cuba, sucumben ante la belleza y la extraordinaria gente del país.
Tengo que aclarar que nuestra intención era visitar Cuba por nuestros propios medios; pasando de excursiones programadas por agencias y otros servicios concertados. El tema era ir por libre y en contacto permanente con la población que, pensamos, es la mejor forma de conocer dicho país.
Al principio decidimos ir un día a Varadero porque ¡ya que estamos allí! Pero lo desechamos inmediatamente por turístico y falto de interés (para nosotros). Pero… Quien se puede resistir a pasar tres días con una pulserita de todo incluido en los cayos cubanos? Playas cuasi privadas, piscinas y barras libres por doquier durante tres días? Así que decidimos irnos a Cayo Coco a un resort del Meliá y tirarnos esos tres días dando rienda suelta a esa ociosidad que los italianos llaman “dolce far niente”. Y aquí se le llama holganza, gula y lujuria.
El tener coche propio, nos proporcionaba un plus de libertad que nos permitía salir del resort y visitar otras playas como Playa del Pilar situada en otro cayo “Cayo Guillermo” y descrita como la mejor playa de Cuba. De esa playa, tomamos un barquito que nos pasó –haciendo snorkel por medio- para comernos la langosta más seca que nunca haya probado un ser humano que se precie. Error de principiante. También aprovechamos para pasar el Hemingway Bridge y hacernos unas fotos. El resto de los tres días fue una continua pitanza en un buffet libre que, si bien, no era el summum de la exquisitez y lo refinado, sí que era suficiente y variado.
El hotel, un poco descuidado; pero el servicio amabilísimo compensaba todas las pequeñas molestias que se pudiesen presentar. Jardines maravillosos. Vistas fantásticas desde las habitaciones y una ocupación media-baja (rusos y cubanos de Miami sobretodo) nos proporcionaron una comodidad innegable y benefactora, unos días de holganza muy necesarios y algún que otro kilo de más.
Mención aparte merecen los bares del complejo turístico donde te servían toda clase de cócteles y unos tragos de ron infinitos en cantidad y calidad con unos horarios, que en casos eran de 24 horas. No pocas horas pasamos en la piscina con un Ron Collins en la mano compartiéndola con algunos componentes de la facción más dura del Grupo Wagnero de un nota al que llamábamos “Miami” sobre el cual teníamos la duda de que perteneciese a un grupo anticastrista o trabajase a jornada completa en un Kentucky Fried Chicken de la 3515 NW con la 7th Ave.
Tenemos chico nuevo en el camino,que se llama Coquito y es divino. (pongan uds. la música)
Llega el octavo día y nos montamos los cinco en el coche para dirigirnos hacia Trinidad. (Digo cinco porque a Pepa se le antojó un coco florecido para traérselo para Málaga y ¡Pongo a Dios por testigo! Que dicho coquito hoy descansa y crece feliz recuperándose en un tiesto adecuado en su nueva residencia malagueña). Ni que decir tiene que el coquito disponía del mejor sitio del coche, la mejor disposición del aire acondicionado aunque eso le produjera algunas decimitas de fiebre y que ya era considerado uno más del grupo con voz y voto. Otra cosa fue el trato dispensado por las funcionarias de aduanas del aeropuerto que, entre risas indisimuladas, lo doblaron en tres ante la horrorizada mirada de su madre adoptiva.
Trinidad es una pequeña ciudad. Preciosa. Con un centro histórico bellísimo que se recorre por calles empedradas y que está llena de casas señoriales y monumentos dignos de ver. Una vez allí, en un bar de música llamado “ Casa de la Música” situado en una calle escalonada, oímos un fantástico grupo de música cubana y nos tomamos unas piñas coladas que, a la postre, se habían transformado en el combinado preferido de la expedición.
Lluvia. Llovía mucho. Subíamos a pie hacia la “Casa de la Música” entre torrentes de agua que bajaban por las calles y relámpagos que, graciablemente, iluminaban la calle sin luz por el habitual apagón que cada día nos regalaba la jornada. La calle, como digo, empedrada y por ello, subíamos un poco a trompicones, Pero, ya se sabe! Estamos en Cuba. Y en Cuba, si algo tiene es que todo lo que se va, vuelve y viceversa. Volvió la luz y se fue la lluvia, con lo que la calle cobró un fantástico aspecto brillante y lustroso; la gente empezó a acudir y la salsa y los combinados nos hicieron volver a comprobar que este país es mágico y que cualquier situación medianamente desagradable se transforma en un segundo en un momento inolvidable.
El Puto Timo.
A la mañana siguiente después de un buen desayuno proporcionado por nuestra anfitriona y tras haber repartido un alijo de medicamentos regalitos y bolígrafos, recogemos de nuestro aparcamiento-corralón, el coche dispuestos a probar suerte con el repostaje e irnos, más contentos que unas pascuas, a nuestro próximo destino: Cienfuegos.
Un solícito anciano de amable aspecto, montado en una bicicleta, se nos acerca y nos indica que una de las ruedas trasera está pinchada. Hacemos caso omiso y, no obstante le damos las gracias y nos dirigimos hacia el bingo que no es otro que la gasolinera con la esperanza de cantar la línea premiada con diez litros de combustible.
Sale Maxi armado de paciencia para ejercer sus deberes con la burocracia y mientras esperamos, se nos acerca un ciudadano con un aspecto entre sospechoso y chuloputis que nos indica que nuestra rueda trasera está pinchada. Al momento, y como salido de la nada, aparece el provecto anciano de amable aspecto de la bicicleta y se une al consejo de seguridad vial. Así que cuando nos damos cuenta de que, efectivamente, la rueda está desinflada y viendo nuestra cara de consternación, nos indican , al unísono que no nos preocupemos que justo enfrente tenemos un Centro de Reparación de Neumáticos y que en cinco minutos (cubanos) tendríamos el problema resuelto. Allá que nos dirigimos en procesión: nuestro coche, y a modo de albaceas de culto y de protocolo el chuloputis y el provecto fantasma.
El Taller de Reparación de Neumáticos, es lo que se dice, a botepronto, un taller de bicicletas tal y como los había en el barrio de Lagunillas en los años sesenta aquí en Málaga. Muchísimo peor, ya te lo digo yo. El inefable técnico, echa un vistazo profesional a la rueda. La mira de arriba abajo y, después de sopesar el estado decaído del neumático, nos lanza el peor de los diagnósticos: “Efectivamente Señol.Etta rueda tiene un ponche!! Nos quedamos a cuadros.
Saca un gato que nada tenía de hidráulico, y ayudado por el chuloputis elevan el coche a mano para poder meter el enclenque gato; saca la rueda, se la lleva para adentro, la vuelve a sacar y dictamina: “Por diez euros le quito el ponche, Señol!” Aceptamos. Se vuelve a llevar la rueda para adentro. La vuelve a sacar y le inyecta aire. Ahora son ocho las pérdidas de aire que tiene la martirizada rueda. El milagro de los panes y los ponches. Suponemos.
80 euros en total. 40 en cash y otros cuarenta por transferencia prometida pues no disponíamos de dinero en efectivo en ese momento (otro día hablaremos de la inutilidad de llevar tarjeta de crédito a Cuba) Pagamos. Repartimos bolígrafos al provecto, medicamentos al estafador, y nos despedimos con alivio del chuloputis. Después de tapar las salidas de aire (8) con clavos a martillazos y rematar la faena con parches de bicicleta, salimos para nuestro destino: Cienfuegos. Ya te digo más contentos que unas pascuas pero con ese resquemor interior que te proporciona el suponer que has hecho el canelo.
Pero eso, será en la próxima entrega. Dicha entrega incluirá el camino hacia Ciefuegos, el resultado de la reparación de la ponchera. La estampida de las vacas, la descripción de Cienfuegos así como una apreciación personal mía sobre Cuba y, por fin, el planning detallado que realizamos Maxi y yo para todo el viaje en PDF para que se lo pueda descargar quien así lo quiera y aprovecharlo para próximos viajes.
Pues heme aquí, ya de vuelta, en la zona de confort que componen mi casa, mi ciudad, mi país.
De regreso de un viaje a Cuba que -con ciertas reticencias por mi parte-he realizado durante once días (finales de Septiembre – principios de Octubre) que , a la postre, ha resultado ser un viaje ensoñador, lleno de aventuras y liberador de todas esas ideas equivocadas que yo tenía sobre La Habana; una ciudad que tantas veces me había sido recomendada por viejos amigos que ya la habían visitado anteriormente y que ,con sus dimes y diretes, insistían en que yo –impenitente viajero que he sido y que ahora, casi más que nunca, sigo siendo- dudaba si Cuba me iba a gustar siendo yo un trotamundos muy tirando a lo “urbanita”.
Cierto es. Siempre me ha gustado visitar ciudades con un amplio repertorio de edificios artísticos e históricos. Prepararme itinerarios arquitectónicos donde se incluían iglesias, mercados, edificios representativos de dichos lugares, restaurantes ( a ser posible tirando a económicos que suele ser los habituados por los ciudadanos no turistas y sí, incluso cementerios, que haberlos los hay y bellísimos.
Nos enrolamos mi Santa y yo en un viaje programado por nuestros hermanos Maxi y Pepa y, aunque yo tenía mis dudas sobre el destino –ellos ya habían estado hacía más de treinta años- nos embarcamos, decía, en un viaje que incluía un viaje en tren de alta velocidad hacia Madrid, un vuelo de nueve horas en avión –que yo debido a mi notable tamaño le temía más que a una vara verde- y, sobretodo, a sentirme defraudado a que se cumplieran mis reservas y recelos por lo que me pudiera encontrar. Craso error.
Así que cada uno de nosotros se puso a una tarea organizativa y ¡voto a bríos! Que conseguimos estructurar un viaje perfecto.
El periplo comenzó en tren, rápido y cómodo hasta Atocha en Madrid. El vuelo desde allí, en un magnífico avión Airbus 350 de la compañía World2fly nuevo, amplio y con unas pantallas individuales en cada espalda de los asientos que te proporcionaban un menú que iba desde películas, series, cámara exteriores desde las que podías observar el despegue, vuelo y aterrizaje, y una serie de complementos que ayudaron muchísimo para distraernos durante esas temidas 9 horas de trayecto. (la comida, horrorosa; pero ¿qué más se puede pedir por un importe que no llegaba a los 500 euros por persona ida y vuelta?)
La ciudad de La Habana nos recibió con un bofetón térmico que échese usted a sudar. Yo, ya iba preparado, y tampoco me asusté. La aduana resultó rápida y amable a pesar del cargamento que llevábamos de medicamentos, ropa y regalitos para la población. Nada más salir al exterior del aeropuerto para que nos recogiera un taxi ,nos cayó una tromba de agua que tal como vino se fue en apenas 20 minutos. Téngase en cuenta que estábamos en plena época de huracanes. El taxi, ya estaba concertado con nuestra anfitriona de Airbnb, Mirely ; un ángel protector con una resolutividad innegable, que no sólo nos consiguió dicho taxi, sino un cómodo apartamento en plena Habana Vieja que era una maravilla en cuanto a instalaciones y situación, y también nos ayudó con las comunicaciones e Internet, con el cambio de moneda, con recomendaciones en cuanto a restaurantes, lugares donde encontrar guayaberas a buen precio (16 euros al cambio) y nos informó de la especial idiosincrasia del pueblo cubano y cómo asimilar las costumbres.
Cuatro Noches nos tiramos en dicha casa. Cuatro noches con sus días disfrutando de una ciudad acogedora. Con sus dimes, ya os digo, y sus diretes. Una ciudad inolvidable.
Veréis, La Habana -sobre todo la parte vieja que es donde vivíamos nosotros, porque es donde debíamos vivir- tiene una dualidad indiscutible: Cómo vive la población y cómo la disfrutan los visitantes. Dos mundos distintos pero complementarios.
Resulta muy chocante para el turista, que una buena parte de sus edificaciones estén al borde del derrumbe pero habitadas. Por poner un ejemplo, dos casas adyacentes donde vivía Mirely se cayeron durante nuestra estancia y causó algunos fallecidos. Los turistas, y sigo, no se explican la alegría sempiterna de los habitantes de esas casas, de la ciudad entera; la amabilidad hacia el forastero es indiscutible aunque la pretensión de buscarse la vida con ellos sea evidente y casi todo tenga una finalidad económica, pero… ¿cómo no se puede ser generoso cuando hay tanta escasez de todo? Cómo no proporcionar unas botellas de leche o pañales a mujeres que te los piden por la calle si los precios para un europeo resultan ridículos? Cómo no ejercitar la empatía con una población que viven en unas calles donde la música es sempiterna, donde a las muchachas guapas que te atienden durante los desayunos, cuando se les comenta su belleza, te dan las gracias con una sonrisa franca y generosa. Cómo no regalar medicamentos y bolígrafos (yo llevé 50 BIC Azul Cristal y la cara de felicidad de todo el mundo al recibirlos era conmovedora)
Téngase muy en cuenta que el Estado (los bancos y las casas de cambio CADECA) te dan 120 pesos cubanos (CUP) y en la calle te los pagan a 230 CUP). Comer espléndidamente en los sitios más caros –imposibles para los habaneros- nos costaba 80 dólares. Unos 18 euros por cabeza. En otros mucho, también muy dignos y típicos, la cantidad a pagar se tornaba irrisoria.
Tomar unas piñas coladas en el Hotel Telégrafo –un precioso hotel en una de las zonas más exclusivas de La Habana, una caipiriña en la terraza del Iberostar Parque Central, con unas vistas impresionantes y ensoñadoras del Capitolio y sus alrededores. Los clásicos Daikiris del Floridita o los impresionantes mojitos de La Bodeguita de el Medio… Cada uno de estos combinados que tomamos, eran cobrados a unos precios tan asequibles que resultaba imposible tomarse sólo uno y de ahí, nuestra alegría y contento.
Para terminar con La Habana, el tercer día (después nos quedaba un cuarto) alquilamos por 12 horas un Almendrón. Un coche clásico americano –en nuestro caso un Buick del 54- que, siguiendo nuestras indicaciones y las propias sugerencias del chófer Alex, nos proporcionó un día inolvidable. Nos llevó a la Playa del Este y durante dos horas, disfrutamos de una playa idílica, tumbonas, una nevera llena de Cerveza Cristal cubana helada y de algún que otro coco con su pajita mientras tomábamos el sol y nos bañábamos en un mar de color esmeralda rodeados de palmerales y vegetación. Una sensación fantástica.
12 horas, dieron mucho de sí y Alex nos llevó a comer –por sugerencia nuestra, al precioso Hotel Nacional que a la postre, no mereció la pena su restaurante (las carencias en la isla son evidentes y permanentes) y también nos proporcionó unos recorrido por antiguas fortalezas y fuertes españoles. Miradores de la ciudad, preciosos parques y avenidas y , cómo no! A ver atardecer en el Malecón y terminar en la imponente Plaza de la Libertad ante la atenta mirada del Ché Guevara y de don Camilo Cienfuegos que tenía un cierto parecido con San José de Arimatea.
Alquilamos al día siguiente un coche que habíamos apalabrado desde España y ahí empezó la verdadera aventura del viaje. La imprevisible. La sorprendente, la inesperada aventura que nos proporcionó el conducir por carreteras demoníacas por sus malas condiciones sin señalización alguna ni tampoco iluminación; pero de una belleza deslumbrante por la vegetación sempiterna que nos flanqueaba durante todos los trayectos. La estafa que sufrimos –nunca falta una en Cuba- las playas maravillosas, el todo incluido, la belleza de pueblos patrimonios de la humanidad. La cordialidad, el afecto, la sociabilidad del pueblo cubano. Nuestros próximos destinos eran: Cayo Coco, Trinidad y Cienfuegos. Cogemos el coche y nos lanzamos!!!!
“La timidez es una condición ajena al corazón, una categoría,
una dimensión que desemboca en la soledad”
(Pablo Neruda)
Hace un par de días, tuve el placer de asistir a la presentación del libro de mi Brother in Arms Eduardo Guille. “Málaga, dibujo a dibujo” se llama dicha obra. El placer primigenio se transformó en privilegio cuando los intervinientes en dicha presentación, además del autor, fueron los dibujantes Luis Ruiz Padrón y Ángel Idígoras, también queridos y admirados amigos. Ambos “padrinos” coincidieron en una apreciación sobre las capacidades creativas que todo artista plástico debe acomodar a su obra para hacerla singular y representativa de su estilo personal.
En este caso –como pintor y dibujante que es Eduardo– hablaron sobre la mirada especial que aplica este a los edificios de Málaga que él dibuja; en cómo se fija en los rincones especiales, en las perspectivas adecuadas, en la óptica oportuna que su experiencia como fotógrafo profesional le dicta para sacar el mejor rédito a cada uno de sus dibujos. Un libro este, añado yo, que está llamado a formar parte de la sección más exclusiva y personal de la biblioteca de todo amante de la arquitectura, del dibujo y de la información rigurosa y detallista de cada edificación de nuestra ciudad. Un catálogo que es de ilustraciones bellísimas llamado a ser cuando se complemente (espero yo entusiásticamente) con futuras entregas, un inventario de la nómina de edificios peculiares que pueblan nuestras calles.
CINCUENTA AÑOS NO SON NADA.
Ahora, vamos a lo nuestro.
Manejo una amistad veraz y sincera desde hace ya medio siglo con Eduardo Guille y desde el principio, compartimos aficiones y características comunes. Es por eso, que la camaradería y el aprecio –a pesar de los años transcurridos– permanece firme e inapelable. Al principio nos unió la pertenencia a la Pandilla del Escalón de Conde Ureña, la admiración sin límite hacia Bob Dylan; después llegó más música y formamos un grupo de música folk y tradicional americana llamado “Half Dólar” y por fin, la amistad que yo mantenía –cuando nuestros destinos se separaron– con su mujer mi querida Bea Taillefer que volvió a reunirnos.
Pero hay otra cosa que nos une. En la presentación de su libro, indicó al público que llenábamos la tercera planta de la Librería Proteo, que su comienzo artístico con el dibujo fue debido a la necesidad de expresarse. Decía, que las cartas de los Reyes Magos más que letras contenían dibujos que representaban los deseos del niño que era entonces.
Era, y sigue siendo, nos dijo un gran tímido. Al igual que yo, que soy otro gran tímido. Ese retraimiento y cortedad nos generaba un esfuerzo extra para comunicarnos fluidamente para, como decía Neruda, “no desembocar en la soledad” pero ese afán –al esfuerzo extra me refiero– nos hizo más fuertes y decididos y nos obligó, me meto yo también, a suplir esa carencia de decisión y determinación usando otras armas: las técnicas artísticas, el ingenio, el sentido del humor y la perspicacia. Nos propusimos, y lo así lo hicimos, el subirnos a los escenarios con lo que eso conlleva de exposición pública. El refugiarnos en esas prácticas artísticas, nos llevó a relacionarnos con el ambientillo musical y del teatro de aquella época y aún, en otro sentido quizás, seguimos en ello.
Qué queréis que os diga, al final mereció la pena apechugar con esa circunstancia, aunque yo –como le pasaba al Dr. Rajesh Ramayan «Raj» Koothrappali, de la serie The Big Bang Theory– siempre haya tenido que tomarme algún que otro chupito para atreverme a dirigirme a las mujeres sin sonrojo ni sofoco.
Todo esto, y mucho más, es lo que me une a Eduardo Guille desde hace más de cincuenta años. Pero ya se sabe: dicen que cincuenta años no son nada… O muchísimo, si lo consideramos medio siglo. Vaya usted a saber.
“La tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas” Gustav Mahler
Aunque erróneamente atribuida esta frase a Chesterton –en realidad es del compositor Gustav Mahler– y viene esta a confirmar mi particular inclinación que consiste en que –dentro de mis posibilidades– trato de conservar las prácticas y costumbres que me acomodaron en mi vida anterior y que aún me acompañan en la actualidad.
No se trata de nostalgia ni de melancolía; se trata de una reivindicación justa de los tiempos pasados, aquellos cuando la familia estaba al completo y fui tan feliz. No quiero ni puedo renunciar a seguir siéndolo y esto de las tradiciones, me ayudan a mantener la memoria lozana, equitativa (supongo) y, más o menos, la mente en su sitio.
Hablando de tradiciones. Mi queridísimo amigo el Poeta (siempre en Mayúsculas) sabedor de que las tradiciones que nos acontecieron en nuestros años pasados están o bastardeadas o directamente desaparecidas; incluso, mucho peor aún, sustituidas por otras nueva que llegan desde otras tierras y que aquí, infortunadamente, se adoptan con una largueza tan injusta como innoble.
La tradición manda. Y cumpliendo esta premisa, Juan Miguel Gónzalez, me envía la habitual felicitación navideña, en forma de soneto, que este año, tiene como aguinaldo la enorme delicadeza de dedicarla a mi propia familia.
Esta es. Disfrutadla y que tengáis todos unas felicísimas fiestas que verdaderamente es lo que os deseamos. Si nos dejan, claro!
Siempre me pasa lo mismo en cada puente de la Constitución y la Inmaculada. En esas fechas, los cuatro componentes de la familia más directa, nos reunimos en mi casa y procedemos a vestirla de Navidad. Viene mi hija y después de un trajín intenso, hacemos siempre para comer, una fondue de queso precedida por unos mejillones al vapor y algún que otro entrante.
“Tradition is Tradition”
Siempre me pasa lo mismo, decía, porque invariablemente acompañamos la velada con canciones navideñas americanas, incidiendo mucho en Bing Crosby y Frank Sinatra. Reminiscencias son estas canciones de las veladas por esas fechas en casa de mi tía Pilar y que estos días –desde hace cuatro años– se acrecienta, esta nostalgia, con la lectura de los diarios de otro de mis tíos: El escritor José María Souvirón.
Tengo la costumbre– ya voy por la cuarta entrega– de empezar dichos diarios por el índice onomástico. En éste, busco primero las páginas correspondientes a los familiares más cercanos: mi padre, mis tíos carnales, primos hermanos ,sobrinos y por fin, las amistades de todos ellos y que, asiduamente, salen reflejados en dichos diarios.
Como quiera que mi tío José María solía venir a Málaga, sobretodo por Navidad –alguna cena de Nochebuena recuerdo en casa de mis padres– los recuerdos navideños de otrora se juntan con los actuales y me producen esa inevitable morriña que producen las ausencias y una cierta desazón por los cambios de vida y costumbres. Porque observo cómo en estos tiempos de pseudo recogimiento la Navidad (y la Semana Santa) se han transformado en esta ciudad, en una especie de parque temático de luces y jolgorio en el que la «parrilla humana» olvida la principal finalidad que en su día tuvo: las reuniones y los cánticos en torno a una mesa bien dispuesta.
Yo, señoras y señores (no me crean en absoluto pacato y meapilas) paso olímpicamente de cualquier connotación religiosa que debiera de estar vinculada, en este comentario, a estas dos fiestas; pero sí que tengo que reconocerme una especial “devoción” en cuanto a las tradiciones de las que soy un absoluto defensor. Y cómo desde luego, no volvería de ninguna de las maneras a acudir a alguna Misa del Gallo ni a procesionar en alguna cofradía (de portar un trono ni os hablo) indico que sí me asombro y asusto –en comparación con tiempos no demasiado lejanos– ante esas manifestaciones bárbaras en las calles del centro que son invadidas por una inmensa caterva de ciudadanos descontrolados que, sin ningún miramiento ni precaución, llenan mi ciudad de mierda, de inmundicias y últimamente, de virus mortales que tantas víctimas y tantas privaciones de libertad nos están acarreando y que, por ahora, no tiene visos de terminar.
Los decibelios – y me refiero a las fiestas de Pascuas, que no Floridas– resultan atronadores, las broncas, impredecibles y los atascos de personas y vehículos insoportables cuando no peligrosos. El día que ocurra una avalancha, nos vamos a acordar durante mucho tiempo.
Juan Miguel González, muy querido amigo y Poeta que es, resulta para mí, un adalid de la cordura, la racionalidad y el discernimiento; y coincide conmigo en el improcedente cambio de rumbo de estas dos festividades. También huye horrorizado, de tanta manifestación necia, bruta e ignorante, asombrándose, cuando contempla la peligrosa manera en cómo se desarrollan estos actos, y entristeciéndose, cuando recapacita y piensa que lo que pasa hoy en día, debiera de ser todo lo contrario.
Juan Miguel González del Pino, con su habitual generosidad para con este humilde bloguero, me hizo llegar el otro día un precioso poema que habla sobre todo esto que acabo de reflejar.