GALERÍA DE LOS HORRORES (I) MARIHÓZE.

GALERÍA DE LOS HORRORES (I)
MARIHÓZE. LA INFAME TRAIDORA.

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Ni puede, ni soporta la infame traidora, el mirarse en el espejo; pues éste, con una intolerable saña e inquina, le devuelve –con toda la crudeza que detenta su cualidad del reflejo– una imagen indeseada por ella; ésta es: Una fachada innoble, una ética abyecta y miserable. Un desdichado retrato de su propia infelicidad y del descontento, (y la inevitable sensación de desgracia) que su indigna actitud en la vida le procura.
Marihóze, es una despreciable y perversa persona. Una pérfida mujer que –con su intolerable e intolerante manera de ser– obtiene de su merecida frustración como madre, como esposa, como compañera y como amiga, el ir recogiendo la resultante del desprecio de todo aquel que ha tenido el inmenso infortunio de acercarse a su detestable entorno.
En este irrazonable mundo –en el que, injustamente, se juzga con la arbitraria vara de medir de las medidas corporales– la intratable e inestable Marihóze, se siente enormemente rechazada; y paga ese descontento y esa frustración por su figura, proyectando su auto odio hacia afuera; hacia los demás; cosechando, como es natural, ya te digo, la enorme desaprobación y el último y definitivo rechazo de todo aquel que la habitúa.

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Tiene la desdichada Marihóze una soberbia, un orgullo y una altanería, absolutamente injustificables. Pues alguien, tan sumamente innoble e infame, debería manifestar un ápice de modestia y de empatía demostrable hacia los demás. Más que nada, porque le convendría no ser objetivo de tantísimo descrédito y animadversión de sus interinas amistades. Ninguna de ellas, como es fácil suponer, le dura más de lo razonablemente soportable.
Chivata hasta lo más injustificable, traiciona con predilección a aquellos que le han procurado el beneficio de la alabanza y el ensalzamiento a terceros. Alterna en pocos minutos –debido a esa dualidad que le proporciona su bipolaridad– el chillar soezmente, con un volumen insoportable, y el reír compulsivamente acompañada de una demencial mirada a la «Jacknicholson» manera. Siempre cabecea mientras habla –como dándose la razón y autoafirmándose continuamente– y cuando proclama y sostiene lo que sea (siempre lo hace) lo que sea, insisto, entorna los ojos y alza la cabeza mientras dicta una supuesta clase magistral desde su cátedra particular de auto desprecio y desestabilidad.

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Si os encontráis de frente con este espécimen, cruzad rápido a la otra acera. Porque si os para –con una sonrisa falsa en sus labios– os regalará una de sus insoportables y larguísimas verborreas. Esa misma que aplica a los ingenuos que, inocentemente, le han brindado su amistad, la han ayudado con su futuro, la han soportado estoicamente, y finalmente, y por pura y neta salud mental, han huido de ella sin atreverse ni siquiera a volver la vista atrás. Ahí te pudras.
Sé que estás leyendo esto, mujer. Sé que lo estás leyendo; así que te pido un primer y último favor: Muérete querida. Sin hacer gestos ni frases, pero muérete. Por favor. El mundo será un lugar mejor sin ti y nos harás un colosal favor a muchos. A muchos y a muchas.
Que NO te follen, imbécil!!!!

***

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EL GENOCIDIO DE LOS PROGRESISTAS DE SALÓN

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EL GENOCIDIO DE LOS PROGRESISTAS DE SALÓN

«Harto ya de estar harto, ya me cansé»
Joan Manuel Serrat

Vamos a ver… Desde la premisa de que mirar la historia pasada con los ojos actuales es un error muy recurrente por un sector muy amplio de la población española, me pasma y asombra la cantidad de insultos vomitados estos días pasados, (con motivo de la Fiesta Nacional de España) por numerosos progresistas de salón, que se echan las manos a la cabeza por los desmanes y salvajadas –que sin ninguna duda– sucedieron en el continente americano en la época del Descubrimiento y en los tiempos posteriores de la colonización. Sin embargo, observo curioso, que nada hacen ni nada dicen, respecto al por donde estarán –pongamos por caso– la población nativa norteamericana o la otra cuasi desaparecida aborigen australiana. Así que, algunos muchos -muy airados, furiosos e iracundos- abominan del exterminio y genocidio (sic) cometido por los españoles en el continente americano circa 1492. Sólo de los españoles. Los españoles rajando –cómo es costumbre– sólo de los españoles.
Y la cosa es, desde luego, para quejarse; porque apenas quedan 330 millones de personas en Latino América. Aborígenes australianos 200.000. y Nativos americanos, ya saben los Arapahoes, Apaches y Sioux de las películas, suman 5.100.000 entre Norteamérica y Alaska. No cito a los Mohicanos, pues ya saben que el último murió en la novela de James Fenimore Cooper. Observarán que he hecho los deberes.

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Continuemos… Miren Uds. yo no mato por mi bandera, desde luego que no. Ni proclamo mi españolidad a los cuatro vientos, porque tampoco es tanta como para presumir de ella. Tampoco reniego de una realeza porque –entre otras cosas– ha colaborado para consolidar muchas libertades en este país. (Conste que yo no soy monárquico) Ni tampoco, y sigo, a pesar de mi agnosticismo, me cago en la Virgen (por lo menos públicamente) porque las reglas de educación que debo de observar hacia los demás, así me lo indican. Pero… «Harto ya de estar harto, ya me cansé». Me he cansado de oír estupideces que poco tienen que ver con la realidad.
No me marquen ejemplos a seguir, por favor. Ni me llamen facha por no comulgar con la parte más extremista y radical de sus personales ideales. No me acusen – si no abjuro del Descubrimiento– de llevar banderita en el reloj o en el coche. Porque por no llevar, no llevo ni reloj; y mi coche, está huérfano de rojos y de gualda. No me quieran manipular; porque si no, me voy a tener que cagar en la leche que les han dado, y no me gustaría en absoluto. ¡Mentecatos! No me gustaría nada de nada en absoluto. Y ya lo sé, es redundancia.

***

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Y DICE VALLEJO…

Celeste 2© Fotografía y posado: María Celeste Barba

Y DICE VALLEJO…

Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
ante el íjar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.

Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el vientre de la Sombra,
aunque la Muerte concibe y pare
de Dios mismo.

Oh, Conciencia,
pienso, sí, en el bruto libre
que goza donde quiere, donde puede.

Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh, estruendo mudo.

¡Odumodneurtse!

CÉSAR VALLEJO / De Trilce.

12092654_10207491938115136_90758084_n© Fotografía y posado: María Celeste Barba

Un buen día para morir

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UN BUEN DÍA PARA MORIR

Lazarus wartetEDGARENDE

El pasado día 1 de Octubre de este que acaba, tuve el privilegio de ser invitado, personalmente por mi querido amigo el escritor Pedro Rojano, a la presentación de su tercer libro –escrito en colaboración con otros escritores que junto a él, conforman el grupo literario «Punto y Seguido»– en el Ateneo de Málaga.

(http://puntoyseguidoescritores.blogspot.com.es/)

El acto, al que asistimos –cómo no podía ser de otra manera– la élite de la guardia pretoriana del Negro Anaranjado, fue un rotundo éxito de asistencia y de apreciación posterior. No sólo por las acertadas palabras de todos los autores, sino por el buen gusto mostrado en las diferentes partes que constituyeron el conjunto de esta presentación literaria: Música, locución e imágenes.

El libro –que contiene un total de quince relatos– se llama «Maneras de Desandar el Tiempo» y junto al citado amigo Pedro Rojano, escriben Andrea Vinci, Inmaculada Reina, Loli Pérez, Miguel Núñez, Isabel Merino y Mauricio Ciruelos.

Un libro absolutamente recomendable y del que ahora, a continuación, inserto uno de los relatos de mi amigo Pedro llamado «Un buen día para morir».

Este es… Disfrutadlo. Un relato que no deja indiferente. Una historia de amor y desolación inacabable.

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Un buen día para morir

Pedro Rojano

«El tiempo lo único que hace es

pintar de cal las paredes de la memoria»

Si hubiese podido elegir, habría muerto el día de mi setenta cumpleaños. Estábamos todos en el restaurante: mis sobrinas, mis amigos…, faltaba Amalia, eso sí, pero seguro que ella hubiese estado de acuerdo.
Desde que me quedé viudo consumo las mañanas jugando al dominó. No me tengan lástima, al menos no todavía, eso del dominó despeja bastante la cabeza y no te deja pensar en otras cosas. Cuando se cumplen setenta años no es bueno pensar demasiado. Todo se vuelve un poco absurdo, lo que creíamos importante deja de serlo, y lo que pensábamos que no lo era, pues eso, que tampoco. Pocas cosas importan cuando a uno ya no le quedan ni tiempo ni ganas para afrontarlas y todo lo que ocurre a nuestro alrededor es como si hubiese ocurrido ya. Son acontecimientos viciados, repletos de lugares comunes. Esas dos palabrejas son de Sebastián, mi pareja de dominó. Sebastián es un tío culto, de esos que leen todos los días. Y escriben. Mi amigo Sebastián escribe. Un día me dijo, todo lo que sucede a nuestro alrededor, los fraudes de los políticos, las catástrofes, las crisis económicas, el argumento de las películas, el famoseo, los matrimonios, los divorcios… todo eso es como si ya lo hubiésemos vivido decenas de veces, por eso sabemos que no tienen importancia, porque el tiempo lo oculta para destaparlo después. Son lugares comunes, me dijo, y a mí aquello se me quedó bien grabado porque no lo había escuchado en mi vida, y eso sí que era importante. Sebastián es un tipo culto. Se plantea cosas, a pesar de que cuando jugamos al dominó no hacemos nada más que contar las fichas sobre la mesa y las que faltan por salir… seis pito, pito tres, cierro.

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El dominó, una de las cosas más importantes que tuve a los setenta. Recuerdo bien aquella partida del día de mi cumpleaños. Sebastián había pasado y yo intuía que tenía el seis doble en la cartera. Estábamos perdidos, pero hice una jugada maestra. Yo sabía que con el cinco cerraba, pero me arriesgaba a perder a los puntos, así que opté por el cinco pito, a pesar de que le ofrecía a mi contrincante la posibilidad de colocar la última ficha. Pero pasó y ganamos. ¡Qué satisfacción me produjo! Sebastián y yo nos abrazamos y apuntamos la cerveza a los otros. Ahí podía haber sido. Morirme, digo. Allí mismo, con la victoria en la mano, agarrando el triunfo justo en el último momento. Pero no.

Regresé a casa por el camino de siempre, no es el más corto, pero es al que estoy acostumbrado. ¿Para qué regresar por otro sitio? Pepa y Olivia dieron muestras de conocerme y me esperaban apostadas en mitad del camino. Me alegró verlas. No suelen visitarme, pero aquel día habían venido a verme. ¿Mi cumpleaños? Yo ni me acordaba. A esa edad ya se ha soplado toda la cera que arde. Estaban tan ilusionadas que sospeché que me pedirían algo, pero se agarraron de mi brazo, una a cada lado, y seguimos caminando hacia mi casa. Qué orgullo llevar a esas dos prendas colgadas de mi brazo, como en mis tiempos mozos en que paseaba con dos morenas camino de la Feria de Abril. ¿Y allí en la feria? También podría haber sido en la feria, ¿por qué no? Algunos vecinos bromeaban al verme con aquellas bellezas. ¡No vas a poder con las dos!, me gritó Carmelo desde el kiosko y me recordó con un gesto que ya no estoy para esas historias. Quise gritarle que eran mis sobrinas, pero ¿para qué? A veces damos más explicaciones de las necesarias. Eso es otra cosa que se aprende cuando se llega a viejo. Explicaciones y excusas las mínimas, que ya no hay tiempo para tanto engaño.

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Al llegar a casa me cambié de zapatos y salimos hacia un restaurante cercano. Allí me esperaban los compañeros del dominó, quienes tuvieron que darse prisa para llegar antes que yo. También estaban Héctor y Enrique, los dos únicos amigos que conservo del colegio. Ambos me conocen tan bien como yo a ellos, por eso me gustan. Después de tantos años, no necesitamos hablar para pasar el rato. Ellos crecieron conmigo, comparten todos los acontecimientos buenos y malos que nos tocó lidiar en todos estos años. Estaban allí para ser testigos de un nuevo cumpleaños, una nueva década que se me antojaba más corta que las demás, y a pesar de ello comenzaba a considerarla más jugosa, porque cuando se es viejo cualquier tiempo presente tiene más cuerpo que los recuerdos del pasado, y por supuesto mucho más color que el futuro. El presente es como un buen vino descorchado, listo para servirlo y bebérselo a sorbos. Ya no queda tiempo para bodegas. Eso también es de Sebastián, el bribón se las sabe todas.

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También había venido Teresa, menuda belleza era cuando la nombraron Miss del barrio en 1962. Algo tuve con ella, poca cosa, por aquella época no se pasaba de un beso y tres o cuatro manos despistadas, pero después se quedó en nada y los dos seguimos por nuestro camino. Ella encontró empleo en una tienda de novedades que acababan de abrir en la Plaza Nueva y se echó un novio que la llevaba y la recogía en una novedosa Vespa. Yo me marché a la mili, y me olvidé de Teresa y de su Vespa. Pero la casualidad quiso que muchos años después nos encontrásemos. Ella, con sesenta y cinco años tan guapa como siempre, y yo recién viudo. Después de aquello nos vimos muchas veces; muchos cafés, y mucho hablar. Ella más que yo, porque a mí me gustaba oírla. Por algún motivo recuperaba vida estando a su lado. A ella le hacía bien hablarme y a mí escuchar sus anécdotas, tan ingeniosas y divertidas que nos hacían reír, y eso es una virtud. Una virtud que podría sustituir a cualquier concurso de belleza que se precie, por muy joven que uno sea. Teresa y yo nos encontramos al principio y final del camino, y eso da para mucha conversación, que se lo digan a ella; aún quedan retales de su vida que desconozco.

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Y qué voy a decir de mis queridas sobrinas. Olivia es la más pequeña: extrovertida, independiente y descarada. La cara siempre encendida de ánimo, y su sonrisa deslumbrando la calle. Nerviosa como una libélula en plena noche de perseidas. Caprichosa, protestona, presumida como un cimbreante tallo, pero sobre todo muy cariñosa. Ha tenido más de mil novios, pero ninguno le convence, y yo le decía, aprovecha mujer que los años no esperan, pero ella erre que erre, que no. Para Olivia la primavera siempre va después del invierno. Yo siempre he pensado que salió a mí, aunque ella es mucho más valiente.
Pepa es la mayor, servicial y trabajadora. Con los ojos más oscuros que el reverso de una ficha de dominó, y con una injustificada responsabilidad de la que no se ha descargado. Discreta y humilde, puede que un poco reprimida por culpa de los asuntos religiosos. Quiso ser monja, pero entre todos le quitamos las ganas y ahora no es más que una monja sin hábito. Venía acompañada de Arcadio, su marido. Hombretón bueno y un poco tontorrón, aunque eso no se lo digo. Siempre sonriendo con la expresión de que todo está bien. Yo creo que si se derrumbara el suelo a sus pies seguiría sonriendo con esa mirada boba de quien jamás ha sufrido. Pero es bueno con Pepa y ella le quiere, y yo también ¡diantre! Sobre todo porque es a la única visita que soporto. Solo Arcadio continúa mirándome con la misma sonrisa de antaño, con idéntica expresión de infinita credulidad y aceptación. Nadie, excepto él, ha vuelto a ser el mismo.

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En el restaurante solo faltaba ella, mi Amalia. La muchachita que me robó las ganas de explorar el mundo, porque desde el instante en que la conocí, ya no hubo mundo que explorar más allá que el suyo. Ella fue mi continente, mi mar, todas las ciudades. Me abandoné a su cariño desde el primer momento y ella no lo soltó hasta el último suspiro, aquel día en que la mala suerte decidió que a partir de entonces me quedaba solo jugando la partida. Podría haber sido allí mismo, junto a ella, acostado sobre la colcha para no estropear el embozo. Algo me advirtió de que se iba. Me miró con la compasión de la madre que nunca fue y me besó en los labios con un beso seco y débil. Su rostro parecía marchito y sin color. Yo la besé en la mejilla, dos veces. Y entonces se marchó. Así de fácil. Estábamos en la cama de nuestra casa. Solos, como siempre nos había gustado estar, disfrutando de nuestra compañía, que a esas alturas de la vida era como estar uno con uno mismo sin estar solo, porque los viejos que han estado mucho tiempo juntos forman tanta parte el uno del otro que es como si no hubiera dos. Cuando uno se resfría, lo hace el otro, cuando le duele el lumbago, al otro le duele la ciática, cuando uno tiene ganas de reír, el otro no puede parar de hacerlo y cuando se trata de llorar no hay otra forma de hacerlo que juntos. Pero cuando uno se muere no ocurre lo mismo, al menos no fue así conmigo, y así tenía que haber sido. Ya lo creo. De todas las cosas que tuve en mi lista como imperdonables, la única que sobrevive es esa. Haberla dejado sola en la muerte. Aunque, en el fondo, no es algo de lo que me arrepienta del todo, pues me quedé como fiel guardián de su recuerdo que es la mejor manera de homenajear a los muertos.

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Las misas, penas y llantos solo sirven para enterrar aún más al que se ha ido. En su sepelio no dejé que se hablara de otra cosa que no fuera de ella, de sus recuerdos, de sus manías, de su manera exquisita de preparar las lentejas, o de su enconada lucha para que los sobrinos se lavaran las manos antes de sentarse a la mesa. Que se hablara de su afición por las novelas baratas de amor. Del cariño que siempre tuvo a sus buganvillas y al jazmín que brotó, sin que nadie supiese por qué, de uno de los macetones de la terraza y que regaba siempre con lo que me sobraba de la cerveza porque decía que era buena para que oliesen bien. Quise que se recordase también su terrible sentido de la orientación que nos hacía pelearnos en medio de una algarabía de tráfico y ruido. De su ilusión por los niños que nunca pude darle, y de su miedo a morirse antes que yo. Pues así fue. La gente dice que el tiempo lo cura todo, pero no es exactamente así.

El tiempo lo único que hace es pintar de cal las paredes de la memoria, pero la lluvia de noviembre agrieta la cal y desconcha las paredes, y algunos recuerdos salen a la luz. Luego regresa la primavera y se vuelve a blanquear, y parece que todo es nuevo, y los jazmines vuelven a florecer y los jilgueros se dejan oír, escondidos entre las ramas de los olmos de la Plaza Nueva, pero las grietas siguen ahí, como un mal recuerdo. El tiempo lo cura todo, eso dicen, pero no es verdad. Yo aún llevo a Amalia grabada en mi piel con la fijeza de cientos de tatuajes, uno por cada día que pasé con ella, y tres por cada día desde que se fue. Pero eso no lo sabe nadie, porque ya procuro yo que no lo noten, es fácil cuando se tiene un buen compañero de dominó que además es poeta. Amalia y yo nos debimos haber marchado de la mano un 5 de noviembre de hace cinco años, cuando aún teníamos fuerza en el corazón para mandarlo todo a freír espárragos. ¿Antes dije que habría elegido morirme el día en que cumplí setenta años? Pues me equivoqué.

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Pensándolo bien, tampoco importa mucho. Cualquier día puede ser bueno, siempre y cuando uno pueda despedirse. Porque es necesario despedirse. Nadie se marcha a un viaje sin besar a aquellos a quien quiere, sin abrazarse justo antes de embarcar. Las despedidas tienen que ser cortas, pero han de celebrarse con emoción y con alegría, ¡diantre! Porque a los viajes se lleva la ilusión en el rostro y no esta ictericia de mierda con la que amanezco todos los días. Yo no tendré despedida. Me marcharé cualquier día sin número y sin mes, y será un alivio para todos. Más aún para mí.
A las seis de la mañana entra la luz por la ventana de la habitación. Una enfermera se acerca al cabecero de mi cama y posa su manota sobre mi frente. Me toma la tensión sin preocuparse si aún estoy dormido, y después saca un termómetro y me lo introduce debajo del sobaco elevando con brusquedad mi brazo. Se va.
Pepa llega a las ocho de la mañana, suele ser muy puntual, descorre los visillos de la ventana y suspira. Suspira tres o cuatro veces antes de comenzar a limpiar la mierda que se ha acumulado durante la noche. Lo primero que hace es destaparme y dejar que mi cuerpo viejo, fofo y repleto de pústulas, se muestre a los ojos de quien vi nacer. Pepa se arremanga, separa mis piernas con dificultad, porque aunque ella no puede darse cuenta, aún conservo migajas de energía para mantener cierta dignidad.
Los médicos dijeron que un ictus había paralizado una parte de mi cerebro. Dijeron que me había salvado gracias a un milagro. ¡Un milagro! Dijeron que a partir de ese momento no podría hablar, ni moverme, y que probablemente no me enteraba de nada. Un milagro, dijeron. Tampoco puedo gritar, ni llorar, ni decirle a todo el que entra sin permiso en mi habitación que no quiero verle, porque hace tiempo que no debería estar aquí, hace tiempo que debería haberme ido. Un milagro es lo que necesito ahora.
Los trapos manchados de excremento van brotando como flores muertas de las manos de Pepa, quien con un rostro resignado pero aún afable, realiza su trabajo entre suspiros. Pepa ha encontrado al fin su vocación, y yo diría que se ha valido de mí para reafirmase en ella. Pepa, al igual que mi Amalia, no tiene hijos, y por muy absurdo que parezca ha entendido como responsabilidad suya todo lo que está haciendo por mí. ¿Por mí? Por mi viejo y podrido cuerpo. Todo eso lo pienso mientras la veo repasar con un paño húmedo de agua tibia cada palmo de mi piel, como si mantenerme limpio pudiese refugiarme de la humillación. A veces le acompaña Arcadio, comprensivo, servicial, estúpidamente risueño, quien me observa desde la distancia como antes lo hacía, con aquella sonrisa bobalicona que parecía soportar cualquier esperpento que ocurriera delante de sus ojos, la humillación más grotesca. Se sienta en una silla en la esquina de la habitación y observa a Pepa lavarme los brazos, el pecho, las piernas, el culo, y mis partes. Arcadio sonríe puerilmente, y las horas se le van derramando bajo el sombrero. Quizás por eso le aprecio: compartimos el mismo estado vegetal. Supongo que ahora debería entenderlo. Puede que si alguien me mostrase un espejo vería la misma sonrisa estúpida debajo de mi nariz.

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A lo largo de los meses que llevo aquí tumbado, he visto desfilar ante mí a todos aquellos que aprecié y de los que nunca pude despedirme. Ahora ya solo preguntan por lo que como, si he dormido, cuántas veces he cagado y el color que tienen mis heces. Mis amigos se han hecho acreedores del tono de mis heces, y es importante que sepan al detalle el volumen y la consistencia. También Teresa, también. Ella viene dos veces en semana, habla mucho con Pepa, ahora es a ella a quien le cuenta aquella parte de su vida que me perdí. Lo hacen susurrando, como si fuese un insulto para los muertos oír cómo fluye la vida. Antes de marcharse, mira hacia la cama con una mirada lastimosa que pretende ser compasiva, pero no dice nada. Besa a Pepa y se marcha recordándole lo bien que se está portando con su tío y todos aquellos bienes a los que se está haciendo acreedora cuando llegue al cielo.
De igual forma, me hieren las miradas piadosas de mis compañeros de dominó, que vuelven a ser cuatro, e incluso el poema estúpido que leyó Sebastián mientras una enfermera me cambiaba la sonda en su presencia. Soy testigo del olvido a cuentagotas de mis vivencias, sustituidas por la cruel letanía de síntomas, diagnósticos, medicaciones y cuidados paliativos a los que me veo sometido. La enfermedad ha devorado mi cuerpo, y ahora se ceba con los recuerdos.

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Olivia nunca ha venido a verme.
Todos hablan mal de ella. Susurran que tan solo vendrá cuando haya que repartir el poco dinero que me quede. No es verdad. Olivia siempre supo que yo me despedí de ella aquel día de mi setenta cumpleaños. Recuerdo muy bien su rostro, su mirada viva, luminosa. Su entusiasmo al hablar, sus manos inquietas. Recuerdo muy bien a Olivia, y no quiero volver a verla. Supongo que algo así le ocurre a ella. Una vez me dijo que si tuviera que elegir un día para morirse escogería el día en que se enamorase de alguien con la misma pasión que yo sentía por Amalia. Ese día, me dijo, ya no querría vivir más. Se despediría de todos sus amigos con una gran fiesta y estaría haciendo el amor durante toda la noche. No dije nada, y ella creyó que no la había oído. Sí la oí, pero yo estaba pensando en Amalia, en la noche en que supe que estaba enamorado de ella. Si hubiera muerto ese día, me habría perdido muchas cosas.
Puede que ya no esté tan seguro de elegir el día en que hubiese querido morir. Juzguen ustedes y elijan por mí, pero hagan el favor de darse prisa.

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(*) Todas las imágenes que ilustran esta entrada son obra de Edgar Ende

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Y DICE NERUDA…

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Esta entrada, referida a la poesía erótica de Pablo Neruda, iba a ir sin más. A pelo. Sin prolegómeno alguno que distrajera la atención sobre la palabra del poeta chileno. Pero como las circunstancias, las penosas circunstancias, mandan, y resulta que Neruda era un buen amigo de mi tío, el también poeta y escritor José María Souvirón Huelin, y como, desafortunadamente, ayer falleció su hijo –y primo hermano mío– Álvaro Souvirón Price (él tiene la culpa de mi nombre) quiero dedicarle esta entrada a él y a su recuerdo. A la familia.
Descansa en Paz. Ya estáis juntos.

***

Y DICE NERUDA…
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.

***
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

***
Veinte poemas de amor y una canción desesperada,1924, poema I

***

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DULCES PÁJAROS DE SENECTUD.

A Peacock and Other Birds in a Landscape circa 1700 Marmaduke Cradock 1660-1717 Purchased 1991 http://www.tate.org.uk/art/work/T06488

DULCES PÁJAROS DE SENECTUD.

«Tres, eran tres, las hijas de Elena.
Tres, eran tres, y ninguna era buena.»
(Poema Popular. Variación)

LA REFLEXIÓN:

Como quiera que uno ya carga a sus espaldas un considerable número de décadas y su reloj vital ha pasado de ser progresivo a ser regresivo, uno, ya te digo, se ha vuelto un pelín picajoso y ciertamente susceptible en relación a aquellos que manejaban, ya en tiempos, una edad adulta –ahora escapada de entre sus dedos– y están alcanzando –con una rapidez inusitada– otra que no es sino la del descaro, la indiscreción y la impertinencia. La vejez insolente que le llaman.

Yo, miren ustedes, ahora manejo una edad muy difícil en cuanto al tratamiento por recibir y a la consideración merecida de los demás. Será, digo yo, que por eso de sólo vestir canas en la barba y además un pelo aún negro y una mititilla tupido (tampoco mucho, no se me vayan a creer) resulta –y continúo– que la indolente juventud me tutea indiscretamente y la imprudente ancianidad me putea desagradablemente.

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Lo que quiero decir –y me refiero a los provectos– es que me tocan mucho los huevos las señoras mayores que se me cuelan en una cola; las que me empujan y reconvienen con la mirada. Los señores ancianos intransigentes que todo les molesta y que se hacen dueños de prerrogativas que no les pertenecen; regalías que se les conceden sólo desde la amabilidad y la cortesía; desde el debido respeto. No desde la obligación.

Para explicarme aún más claramente, y argumentar mi queja, que mejor que recurrir a la clásica tríada de grupos; en esta caso de viejas. Me perdonen la viejas feministas que creo que hay alguna por ahí, pero es que son mayoría.

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Designémoslas. Estos son «grosso modo» los tres grupos: «La Vieja del Autobús». «La Vieja del Mercadona» y «La Vieja del Primero Cuatro». Quede claro, que todo lo que estoy narrando es absolutamente verdadero y que todos los casos, me han ocurrido a mí de forma directa y muy recientemente. Muy, muy, muy recientemente.

Estos son:

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1) LA VIEJA DEL AUTOBÚS. (Provecta In Trayecto)

«La Vieja del Autobús», también llamada «Vetusta Pasajera Imbus», suele subirse en dicho medio de transporte un par de paradas después de mi. A pesar de haber sitios libres al final del vehículo, ésta se sitúa justo a mi lado –parece que le gusta mi lugar – y suspirando repetidas y sonoras veces, me mira a los ojos estupefacta, con cara de odio y de no entender el cómo no he dado un salto –rindiéndole pleitesía por el aire– para cederle mi asiento de forma asaz inmediata. Mi Señora…!

Maldito hijo de puta maleducado!! Piensa la detestable anciana levantando el labio superior.

El que suscribe, asegura aportando su palabra de honor, que siempre, siempre, siempre, cede su asiento a las personas mayores; a la mínima ocasión. Siempre! Pero, también es cierto, que se tiene que dar la circunstancia de la propia voluntad y de una mínima cuota de empatía hacia la persona. O, por supuesto, de imposiblidad física.

Sigo! …

Cuando por fin –después de un interminable duelo de miradas fijas– el bicho baja la cabeza y se da por vencido, la caradura se acerca a otro incauto (susurrándome por lo bajini: Gordo, feo y mamón!!) para aplicarle al otro probo pasajero la misma estrategia. Una vez conseguido su objetivo me lanza una mirada de desprecio, desagradable, desabrida y displicente. En ese mismo momento, yo me levanto, y de inmediato, le cedo el asiento a otra señora –que sin pretender nada– se acercaba hacia mí y hacia la gilipollas. Fin de la cita.

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2) LA VIEJA DEL MERCADONA. (Provecta Supra Mercandumta)

«La Vieja del Mercadona», tócate los cohoness, se cree que es la dueña del cortijo del Señor Roig. De modo y manera que va parsimoniosamente caminando por los pasillos atestados de compradores (apoyada en el manillar del carrito de la compra) como si fuese paseando por Calle Larios observando los escaparates que en este caso son los expositores de los encurtidos y las salsas mahonesas. Con esa cachaza y pachorra, la maldita «Vieja del Mercadona», provoca unos complicadísimos e interminables atascos que hace imposible el acceder a la zona de congelados, próxima a la citada de los encurtidos y salsas diversas.

Ítem más: Si la vieja te viene de frente, deberás de apartarte de forma inmediata y dejarle paso Franco (en este caso lo de Franco no es baladí) pues se cree el ama de la carretera y te ataca de frente con toda la poquísima vergüenza del mundo mundial. Si acaso le recriminaras –como buen conductor que te consideras– su actitud, no te faltarán ni la mirada asesina ni el comentario impertinente. Sirva de ejemplo: Gordo, feo y mamón!! Fin de la cita.

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3) LA VIEJA DEL PRIMERO 4. (Provecta Proximum Quator)

A «La Vieja del Primero 4» la operaron hacia finales de los setenta de una hernia. No se sabe a ciencia cierta (nadie lo sabe en el bloque) si dicha hernia era pararrectal, umbilical o epigástrica. El caso es que cuando tú llegas con tu propia compra del Mercadona – completamente airado por haber discutido con la hija de la gran puta de la Provecta Supra Mercandum – ésta (la Provecta Proximum Quator) de forma sibilina y entrenada por la archiconocida «Vieja del Visillo» (Provecta Speculatis Cortinarum) te enguispa y quitándote el ascensor, llega al rellano donde tú ya has apilado tu compra y te solicita ayuda para descargar la suya que está en el capó de su coche dos calles más arriba, según se tira hacia la izquierda, y que no ha podido cargar por los problemas de salud y movilidad antes reseñados.

Cuando tu le indicas que también tienes dolencias de espaldas notables, esta te mira cómo no enterándose de nada contestándote que Si! Que está bien que llueva y que buena falta hace, mientras susurra entre dientes: Quetedén! Gordo, feo y mamón!! Fin de la cita.

En fin… lo que he querido decir con esto que acabáis de leer, es que ¡¡Qué jartura de personas, por favor!! Que qué ganas tengo de llegar a una edad en la cual yo ya pueda disponer de asiento fijo en el autobús; que todo el mundo me ceda el paso en el supermercado apartándose inmediatamente de mi camino y de que cualquier vecino me suba la compra y me la ponga en la misma encimera de la cocina. Cómo corresponde a mi edad.

Pero sobre todo, de lo que tengo verdaderas ganas es el poder decirle a la gente que son todos unos gordos, unos feos y unos mamones, y que nadie me pueda decir, ni hacer, nada. Al fin y al cabo, saben que sólo soy un indefenso e imposibilitado abuelete que no puede, de ninguna de las maneras, valerse por sí solo.

Fin de la cita. Gordo! Feo! Mamón!

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ESPEJISMOS EN SU TINTA.

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Uno, a pesar de esa apariencia de osadía y determinación que procuran lo no presencial, declara y jura ante juzgado competente y poniendo su mano sobre una primera edición de El Cetro de Ottokar, que es un tímido contumaz e impenitente. Un obligado e inexcusable retraído para determinados auditorios en los que no se goza ni se dispone de la tranquilizadora amistad del aforo completo. Por esa circunstancia, a uno que lo es, le aterra el ser el centro de atención en cualquier acto público y no estar protegido por el anonimato y lo desapercibido. Cierto es, que cuando en una representación artística sacan a algún incauto que sirva para la mejor ejecución del espectáculo, una vez que me quedo tranquilo por no haber sido el elegido, disfruto con un indisimulado placer sádico y cruel por de lo que me he librado y por lo que me estoy divirtiendo con la que le está cayendo al probo incauto ya referido.

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Ayer, por eso del cumplir con el axioma ese que dice que en teniendo amigos, qué falta hacen los enemigos, (o algo así) fui sometido al tormento de la mirada y la contemplación ajena al ser sacado inesperadamente al escenario por un Ángel Idígoras despiadado y felón. Un tipo sin alma. Lo que yo te diga.
Hagamos una aclaración: Anoche tuve el placer de asistir a un espectáculo de magia, monólogo y dibujo –en el Museo Interactivo de la Música de Málaga (MIMMA)– a cargo de los chispeantes Ángel Idígoras y el Mago Rubiales. Dos simpatiquísimos artistas que se metieron en el bolsillo a un público entregado (y engatusado) desde el principio hasta el final.

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La perfecta conjunción de la magia con el dibujo y con la palabra; la música y el trato directísimo con el público, te regala una hora larga de risas y de sorpresas. De admiración y de asombro. La complicidad entre los dos artistas es extraordinaria; y esa pelea ficticia encima del escenario por el protagonismo, da un enorme y cómico juego. Y de eso, el público se beneficia y se congratula.
Había bastante público infantil, y puedo asegurarles que tratar con esa audiencia tan rigurosa cómo exigente; tan natural como sincera, es tremendamente difícil y arriesgado. Nunca se sabe la chavalería por donde va a salir, y entonces, el arma más útil y efectiva es la inmediata improvisación. Y ahí, tanto el Rubiales, como el Idígoras –maestros en esa disciplina– supieron no sólo salir airosos sino ganarse a todo el auditorio con sus ocurrencias.

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Sigamos… Vayamos a «mi» meollo.

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En un momento dado, el dibujante solicita luz en la sala para merodear con amplitud de miras. Empieza a olisquear presa idónea. En ese mismo momento, también, Santa me susurra: Te va a sacar a ti!!! No ves que tu sobresales entre todos!!! Yo la miro entre aterrado y acojonado, y pido al Gran Houdini, disminuya mi enorme figura que tan chivata y delatora es. El de Bucarest, pasa olímpicamente de mi y cuando voy saliendo de mis desalentadoras sospechas, Oigo reclamar desde el escenario la presencia de «A ver … Aquel tipo grande, con gafas, el de la fila final. Sí tú! Acércate al escenario»
El público aplaude a la víctima propiciatoria. Los que son de su misma condición suspiran aliviados. Y en unos diez minutos, el Idígoras me hace una caricatura; el Rubiales me hace su partenaire en un truco de magia; y los dos me vacilan –al menos cuarenta veces cuarenta– me vacilan; eso sí –todo hay que reconocerlo– con una gracia, una simpatía y un respeto imponentes. Desde ese mismo minuto, me declaro también ferviente admirador del Mago Juan Luis Rubiales.

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En resumidas cuentas: Un espectáculo fresco y relajante. Una representación francamente campechana y cordial. Un lujo visual sorpresivo e impresionante absolutamente recomendable.

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Y DICE CORTÁZAR…

celeste© Fotografía y posado: María Celeste Barba

Y DICE CORTÁZAR…

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
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Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Julio Cortázar.

1385878_10202039059556580_1112945143_n© Fotografía y posado: María Celeste Barba

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LISTADO DE MERCADILLOS CALLEJEROS EN NUEVA YORK. OCTUBRE 2015

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LISTADO DE MERCADILLOS CALLEJEROS

EN NUEVA YORK.

OCTUBRE 2015

Tengo un especial y precioso recuerdo de los mercadillos callejeros del mes de Octubre en Nueva York. Junto con los de la época Navideña, que también viví, el otoño neoyorkino invita a pasear por sus preciosas calle y comprar multitud de regalos originales.

Estos son:

Oct 3 – Woodside Festival
Woodside Ave from 63rd St to Roosevelt Ave, Queens

Oct 4 – West 4th Street Festival
West 4th Street from 6th Ave to University Pl, Manhattan

Oct 4 – Upper Broadway Harvest Festival
96th to 106th St on Broadway, Manhattan

Oct 4 – Shop Forest Hills
Austin St from 69th Road to 72nd Road, Queens

Oct 10 – Upper Broadway Fall Festival
110th St to 116th St on Broadway, Manhattan

Oct 10 – 63rd Drive «Rego Park» Festival
63rd Drive from Austin St to Queens Blvd, Queens

Oct 11 – Bedford Avenue Festival
Bedford Ave from North 3rd St to North 12th St, Brooklyn

Oct 12 – Broadway Astoria Festival
Broadway from Steinway Street to Crescent St, Queens

Oct 17 – Greenpoint Avenue Festival
Greenpoint Ave from Queens Blvd to 44th St, Queens

Oct 18 – Mains Street Islip Fall Festival
Main St from Route 111 to Smith Ave, Long Island

Oct 18 – Astor Place Festival
Astor Place from Lafayette St to Broadway, Manhattan

Oct 18 – Broadway Fall Festival
86th to 96th St on Broadway, Manhattan

Oct 24 – American Jazz Festival
52nd St fom 7th to 5th Aves, Manhattan

Oct 25 – 36th Avenue Astoria Festival
36th Ave from 29th to 35th St, Queens

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CUERPO A LA VISTA

IF         © Fotografía y posado: Isabel Fillola

CUERPO A LA VISTA

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«Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano».

Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo:
tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,
tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas,
tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada,
sitios en donde el tiempo no transcurre,
valles que sólo mis labios conocen,
desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos,
cascada petrificada de la nuca,
alta meseta de tu vientre,
plata sin fin de tu costado.

***
Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minuto después son los ojos húmedos del perro.

***
Siempre hay abejas en tu pelo.

***
Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.

***
Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises

***
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.

***
Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano.

***
Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección
y el día de la vida perdurable)

***
Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.

***
Octavio Paz (1914-1998)

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